lunes, 30 de agosto de 2010

El idiota

Me he vuelto idiota. Y lo peor de todo es saberlo al paso de los años, cuando esta enfermedad ya no tiene cura, como mucho un sencillo remedio: cerrar la boca. Dicen que un verdadero idiota no reconoce los síntomas, y así debió de ser en mi caso, pues fue demasiado tarde cuando observé cómo había incumplido en un alto porcentaje las recomendaciones del Centro Nacional para la Prevención de la Idiotez (CNPI):


• Absténgase de cometer el mismo error dos o más veces.
• Si se siente atraído/a hacia una persona cualquiera, trate de no enamorarse al menos pasados los 2 meses de cuarentena.
• Jamás se enamore de una persona que previamente tenga pareja.
• Trate de no observar una de sus fotografías durante más de diez minutos.
• No escriba su nombre. (Y por supuesto jamás lo rodee con un corazón).
• Convénzase de que no todas las conversaciones son sobre él/ella.
• Evite los gestos atolondrados en su presencia, así como los tartamudeos y las bromas sin gracia.
• Se recomienda no realizar escrito alguno de carácter literario cuyo tema pueda incluir a la persona deseada.
• Nunca tome consejos de un idiota.
• Y por último: JAMÁS se enamore de un/a idiota.


Cuando pude aceptar lo que me sucedía, decidí llamar a mis amigos y familiares más cercanos. Algunos ya lo sospechaban desde hacía tiempo, otros se compadecían, y mi abuela no dejaba de repetir: “Ay Dios mío, Dios mío, llévame a mí que ya he vivido bastante”.
Mientras esperábamos a los especialistas en aquella pequeña sala que olía a sudor y nervios, empecé a observar a cada uno de los presentes. A todos, sin excepción, los conocía bastante bien, algunos de ellos desde siempre; fue quizás mi recién descubierta idiotez la que me puso en alerta. Deslicé mis dedos hasta una mesa cercana y agarré uno de aquellos folletos del CNPI. Leí en voz baja las recomendaciones, y sorprendido, volví a leerlas. Cuando me hube cerciorado de lo que sospechaba, recorrí con la mirada toda la sala, deteniéndome lentamente en mis padres, tíos, hermanos, amigos… y mi abuela. Sin ninguna duda, ellos eran tan idiotas como yo; habían cometido infinidad de errores, se habían enamorado a deshora en un romance no cronometrado, habían tratado de evitar lo inevitable con nefastas consecuencias, en definitiva, habían caído una y otra vez para de nuevo levantarse y coger impulso en un nuevo tropiezo. Decidí guardar silencio y dejar que viviesen en una ignorante idiotez, en una ignorante y feliz idiotez.
Lentamente caminando, recorriendo los infinitos pasillos, y acompañado por un par de especialistas en graves casos de idiotez crónica, sonreía como poseído, pensando, con una certeza cada vez mayor, si en realidad, en este mundo de locos, no somos todos un poco idiotas.


Juan Manuel Díaz Ayuga

Créeme cuando digo que...

Hoy,

Cuando a nuestras caderas sólo las separa un segundo

Arrasaría con todo

(con todo lo que hay encima de una mesa o de una cama)

Para atravesar este campo oscuro

Y morir en él

Gracias a ti

En una fragilidad casi dulce.



Laura Díaz-Meco

viernes, 27 de agosto de 2010

Así...

Algunas veces llego
presuroso, rodeo
tus rodillas, toco
tu pelo. ¡Ay Dios, quisiera
decirte tantas cosas!
Te compraré un pañuelo,
seré buen chico, haremos
un viaje....No sé,
no sé lo que me pasa.

Quiero morir así,
así en tus brazos.

José Agustín Goytisolo



Decir para siempre
Cuando quiero decir
Ahora.
Mirar más allá
De tus ojos
Cuando solo quiero
Verte por dentro.
Respirar un oxígeno
Recortado por los suspiros
Cuando ya solo me queda
Perder.
Tocar el calor
De tu espalda
Cuando mi pecho
Estrecha el tuyo.
Sentir
Irremediablemente
Lo prohibido.


Laura Díaz-Meco

jueves, 26 de agosto de 2010

Madera mojada

A veces me gustaría tender la vida como un mantel. Colgarlo cuando esté empapado, ponerle sus alfileres de madera y esperar a que el sol lo deje como nuevo. Así tendría que ser: por el calorcito del sol.

Pero a veces, surgen esos días nublados, apáticos. El viento nos pone el pelo en la cara, la lluvia nos moja los pies y las manos se hielan. El mantel cae al suelo, en esa mezcla de barro y hojas tan propios de los parques en otoño.



Laura Díaz-Meco

sábado, 14 de agosto de 2010

Despedida

En un instante

Todas las palabras

Colores

Y sonrisas

Caen por el precipicio de la amargura

Estrellándose contra el olvido.



(Laura Díaz-Meco)

lunes, 2 de agosto de 2010

Soliloquio de luna

Me eliminaste del Messenger, facebook, tuenti, badoo, blogger, twitter, netlog… En definitiva: me borraste de tu vida.

Yo todavía guardo tu foto encima de la mesita de noche.







(Laura Díaz-Meco)

domingo, 1 de agosto de 2010

Las fiesteras

Les llamabas "las fiesteras"
porque solo las veías los viernes.

Se te iluminaba la cara cuando las veías aparecer,
por la vía Venus,
calle arriba.
Jugabas primero en la plazoleta
y luego te aventurabas al misterio.
Camino recto con dos bocacalles.
Salían dando tumbos,
asfixiadas del local de siempre.
Te miraba y sonreías.
Ahí estaban
donde las dejaste.
Las veías desde lejos,
te gustaba contemplarlas distantes.
A veces ni se daban cuenta de que las mirabas.
En el reencuentro
las abrazabas
hasta ahogarlas en su propia risa.



(Por Laura Díaz-Meco)

El bosque de Blancanieves

Las sombras cerraron el único lugar habitable de este inmenso bosque. La savia de la hoja brotaba como un manantial fugaz de salmones en mareas. Ni siquiera esta última petición de sobrevivir fue escuchada. Fue atrapada otra cosa que no se quería. Algo pétreo, como yo, como mi ser al escribir esto. Frío y oscuro. Como mi miedo. Mis miedos. El ahogo del bullir. Como el oso que se come a los salmones, llamas de mis venas. Como el frío (otro escalofrío). Sin embargo, la llama viene. Me abraza y me dice: ya está. Las sombras quieren irse un rato. El bosque necesita un campo. Las nubes, algodón. El desliz de la savia en placer de compañía. No querer pensar más que en ese bullir estable, liso. Que no se vaya nunca y no cambie jamás. Llenar y sonreír al calor del sol. De este sol.




(Por Laura Díaz-Meco)

El baile de máscaras

Aquella noche la vida, era un baile de máscaras.

Todo se desdibujaba en un ambiente vaporoso, etéreo, de una ingravidez que adormece. Aún hoy diría que todo fue un sueño si no fuese porque todavía sigo despierto. Me hallaba quizás en el centro de un salón sin límites, de pulida madera entrecruzada, sobre la que cientos, quizás miles de personas fingían una lenta danza. La música que debía dar cuerda a aquel baile, brillaba por su ausencia. Era sin embargo el más absoluto silencio el que reinaba la escena, el que robaba los pasos de bailarines, acallaba las voces de mi pensamiento y calmaba los latidos de mi pecho. No recuerdo en qué preciso instante mi cuerpo comenzó a moverse, a encajar aquel nuevo engranaje en ese reloj de movimientos. Nadie parecía tocarse, aunque en ligeros vaivenes de manos los dedos se buscaban unos a otros, recorriendo suavemente el calor de la estela que dejaban. Quise dejarme llevar por un misterioso aroma que destilaban los presentes, pero enseguida fui consciente de que no cabía más posibilidad que esa. Me hallaba como hechizado, muy fuera de mí mismo pero dentro de aquel cuerpo de aire, que giraba cada dos pasos, avanzaba y retrocedía sin llegar a pisar el suelo.

La serenidad que me envolvía me había impedido hasta entonces contemplar a mis acompañantes. Todos, sin excepción, llevaban puesta una máscara. Lo que más me sorprendió fue que a pesar de ser diferentes, todas se parecían. Brillantes rostros de porcelana en los que se dibujaban vívidas sonrisas, un cierto tono sonrosado, delgadas cejas de negro azabache, y unos ojos de cristal que encerraban en su mirar una infinidad de colores. Otros eran rostros gravemente severos, de marcado mentón y alzados pómulos, otros dulces y delicados, impasibles algunos, y de entre todos unos pocos eran lisa y blanca porcelana (quizás, pensé, necesitan una mano que los dibuje o enseñe a dibujarlos). Pero los que más me gustaban sin duda eran los que lloraban, los que marcaban sus mejillas con una o varias lágrimas de frío marfil, y que si bien nacían en sus ojos, (ya en el derecho o el izquierdo) no caían jamás al suelo. Era una eterna condena a lo mismo. Como entonces no supe, sigo hoy sin saber cómo nacían aquellas máscaras. ¿Acaso eran un regalo, de padres, amigos? ¿O quizás eran un artefacto propio, consciente o inconsciente? En realidad lo que importaba era que todas respondían a un deseo propio, o a un propio engaño.

Si eran felices o no, ¿cómo saberlo, si aquellos ojos de cristal, hermosas lunas de rojo atardecer algunos, sólo mostraban el reflejo de quien se atrevía a mirarlos?

Poco a poco mi cuerpo se detuvo y mis pies se posaron sobre el leve reflejo de la madera. Cuando quise darme cuenta, todos a mi alrededor habían arrojado sus máscaras. Quedaron bocarriba, con sus ojos de cristal mirando al cielo.

No puedo negar que me asusté, sorprendí, enfurecí y decepcioné.

Había mujeres de profundas ojeras moradas y azules, que servían de entrada a cavernosas cuencas oculares. Los ojos eran negros, diminutos, coronados de secas pestañas y escasas cejas. Algunos de ellos tan juntos que parecían un único ojo. Narices grandes y bulbosas los hombres, roídas quizás por alguna que otra enfermedad indeseable; otras eran afiladas, delgadas como dardos venenosos. Al girarme no veía más que chicas de morritos pequeños y arrugados, con dientes montados unos sobre otros, en una inútil carrera de abandonar aquellas bocas que no destilaban precisamente perfume. Competían jóvenes de ambos sexos por cúal tenía el más horrendo bigote; los unos no tenían más que incipiente pelusilla, las otras negras escarpias en la barbilla que, con afiladas uñas entre negro y rojo, arrancaban en rápidos pellizcos.

Abundaban las orejas de soplillo o aquellas demasiado pegadas al cogote, el pelo enmarañado y sucio, la frente perlada de un sudor denso y los cuellos llenos de granos la mayoría.

Estaba paralizado, incómodo entre tanta mentira y sobrecogido por el desenmascaramiento de la vida y su rostro libre de engaños, de apariencias y artificios. No pude evitar lamentarme de no haber sido capaz al menos de intuir la farsa, de haber sido tan ingenuo de bailar al son de la apariencia.

Entonces alcé la mano y sostuve bien mi máscara contra mi rostro, evitando que cayera. Me fui con paso firme.

No sabría al menos la vida, qué se escondía tras el cristal de mis ojos.



(Por Juan Manuel Díaz Ayuga)

Historia de un cautivo

De las uñas de Miguel quedaron grabados los días en la pared de piedra de aquella prisión de arena.

“Un día más –pensó- dame un día más en esta torre y me volveré loco”.
Cubrió con el harapo habitual su calendario particular, en el que, si el tiempo o su cabeza no habían fallado un solo día, aparecían mil setecientas ochenta y nueve marcas, lo que equivalía a unos cuatro años y medio. Cuatro años y medio pudriéndose en una torre en medio del desierto, en algún lugar de Argelia. Una ventana de gruesas rejas era su única conexión con el mundo, con un mundo de temperaturas extremas y un infinito mar de arena blanca, que en ráfagas volaba hasta su estancia cubriendo a veces el suelo.

Recordaba perfectamente cómo había sido capturado por un galeón turco, y cómo, creyéndolo un alto mando del ejército, lo habían encerrado en aquella prisión a la espera de un rescate que jamás llegó y probablemente nunca llegaría. Él no se merecía una tortura como aquella, y habría dado diez veces su vida por volver a ser libre, por sentir incluso aquella arena del desierto deshaciéndose entre sus dedos. Habría hecho cualquier cosa por ser el hombre que era.

***

Al despertar, Alonso pensó: “Hoy es el día”. El día en el que al fin, tras meses y meses de fraudulentos negocios con los que pagar todo lo indispensable, podría rescatar a su hermano. Había reclutado a un grupo de soldados y marineros, algunos veteranos de Flandes, que si bien no eran de fiar, eran lo único que le quedaba. Había mandado construir un barco, el “Persiles”, que esperaba como un dragón dormido en los muelles de Sevilla.

Se vistió sin prisas (si había podido esperar casi cinco años, podría esperar unos minutos más) y se armó un arcabuz y su espada. Cuando llegó, todo estaba dispuesto para partir; y la tripulación ocupaba sus puestos. De lo último que tenía noticia era del secuestro de su hermano en costas catalanas y de su desembarco en Argel, donde probablemente hubiese sido vendido como esclavo. Sabía que sería un duro trabajo que podría costarle la vida, pero para él su hermano lo era todo; incluso en su parecido físico podía entreverse un fuerte lazo de amistad que los unía. Ambos habían servido como soldados en Italia durante varios años, y juntos habían sorteado toda clase de peligros.
“Esta vez no será diferente”-pensó Alonso.

La tripulación constaba de doce hombres: cuatro marineros y ocho soldados, que se hallaban ante Alonso en una rígida fila. Éste no era su capitán ni nada por el estilo, pero era quien les pagaba, y por ello un vínculo aún mayor les unía.

Alonso dirigió su mirada a Cipión y Berganza, dos hermanos veteranos de Flandes, robustos y altos, con un rostro algo más canino que humano. A su lado estaba Sancho, un marinero regordete que se encargaría de las cocinas. Anselmo y Lotario, también marineros y amigos desde siempre; un tal Vidriera, marinero despistado como el que más, y varios soldados completaban la tripulación.

Sin apenas unas palabras de apoyo o de agradecimiento, Alonso ordenó que arriaran velas, y el “Persiles” fue cortando poco a poco las ondas del Guadalquivir, dividiendo su cauce hasta Sanlúcar de Barrameda. Allí dirigieron sus miras a la costa norteafricana, sin detenerse en puerto alguno por temor a una posible emboscada.

Cuando ya divisaban las costas argelinas, una terrible tormenta los rodeó, ciñendo su cinturón cada vez más, hasta que las olas desmenuzaron el “Persiles” pieza por pieza, como expertos armadores, arrojando a sus tripulantes a las inquietas fauces del mar. Sólo nueve consiguieron llegar a la playa, exhaustos y desarmados. La suerte les llevó a toparse con una plaza española en plena costa de Argel, en la que las tropas del ejército español esperaban sin saber cómo evitarlo, una nueva embestida del ejército turco.
Días después de su llegada a la plaza, ésta quedó sitiada por los turcos.

-¿Es que acaso no tenéis con que defenderla? –preguntaba Alonso al capitán al mando.

-Podríamos si nuestro contingente no fuese tan reducido. En una situación como ésta, lo mejor es la rendición o una huída que se me antoja cada vez más inútil.

-¿Cuánto aguantaríamos el sitio?- preguntó un soldado.

-A lo sumo dos semanas- respondió el capitán.

Entonces Alonso alzó la voz para hacerse oír por todos:

-¿Dos semanas? ¿Es ese nuestro tiempo? Pues no veo mayor solución que la de enfrentarnos a los turcos y decidir nuestro destino en la batalla. No he salido ileso de tantas para morir en una plaza sitiada por los infieles. Tal como están las cosas moriremos igualmente, ya sea defendiendo lo que en su día ganó España para sus reinos o contando las migas de pan que nos quedan para morir de hambre. El miedo a la muerte es condición natural en el hombre, pero así debería ser su repugna a la cobardía. Nuestros abuelos se enfrentaron a hordas de musulmanes en las tierras de Granada, y os puedo asegurar que el miedo que ahora alimenta nuestras almas fue el que en su tiempo alimentó las suyas; pero ellos les hicieron frente, empuñaron sus espadas y se lanzaron al vacío del azar. Nadie vendrá a salvarnos, y menos en dos semanas escasas. Es nuestra vida la que corre inquieta por la delgada línea del tiempo, somos nosotros los que tenemos el deber de defenderla, y son nuestras manos las que deben ahogar nuestro miedo y golpear al enemigo. Puede que no haya mañana escrito en el horizonte, pero sí existe un hoy listo para ser realizado.

Los labios de Alonso se cerraron lentamente y quedaron cubiertos por su mostacho. Ante tan altisonante discurso, algunos lo llamaron loco, pero otros, imbuidos por una temeridad irracional, corearon sus palabras y corrieron a las armas.

Horas después la batalla había comenzado y los españoles luchaban fieramente y sin descanso, pero tan inútilmente que sólo algunos quedaron con vida. A Alonso se le había olvidado mencionar que toda batalla requiere una táctica, frialdad en el combate y paciencia; y no una bandada de estocadas al aire por parte de una marea de inconscientes.

A pesar de que la sangre manaba a las puertas de la plaza, Alonso y cinco de sus compañeros consiguieron huir aprovechando la confusión del combate. De entre ellos, Cipión lloraba desconsolado la muerte de su hermano, que no había atendido a sus razones.

Tras días de vagar por el desierto, hasta el propio Sancho había perdido su forma redondeada, aunque no así sus ganas de comer y sus refranes.
Como surgida de las arenas, llegaron a una ciudad, en la que Alonso supo del paradero de su hermano.

-La llaman la “Prisión de la Torre”. –relataba un morisco a Alonso- Allí es donde llevan a los cautivos de mayor rango.

-¿No recuerdas haber visto a uno de ellos con un rostro semejante al mío?

El morisco negó varias veces, sintiendo no ser de más ayuda.
Alonso decidió que al menos sería prudente echar un vistazo, y si su hermano no se hallaba allí, podrían regresar a la ciudad y retomar la búsqueda. Con el dinero que aún le quedaba, compró seis caballos y algunas armas (la prisión sin duda estaría custodiada). Alonso tomó la delantera, y los seis jinetes se adentraron en el insoportable calor del desierto.

***

Aquel día la brisa parecía diferente, la arena otra. Sentado en el suelo, Miguel alzó los ojos hacia la ventana. “¿Caballos?”-pensó. Creía estar escuchando el trote de varios de ellos cada vez más cerca. De un salto se agarró a las barras de metal y apretó sus mejillas contra ellas, en un intento de ver más allá. A lo lejos, rodeados de una nube de polvo, seis jinetes atravesaban a galopadas la arena y se dirigían a la prisión. Miguel no podía distinguir sus rostros, pero algo estaba claro: eran forasteros. Cuando los caballos llegaron, un centinela salió al encuentro, e inmediatamente recibió un arcabuzazo en el pecho. Había sido Anselmo quien lo había comenzado todo. Desde la prisión, Miguel no podía ver nada, pero oía el ruido de armas, las voces, los gritos: ¡¿Miguel, Miguel?!

¡Era su hermano, sin duda era Alonso! Su corazón zumbaba en sus oídos, y sus piernas temblaban de la emoción. Corría de un lado a otro sin poder estarse quieto; sabía que si lo hacía estallaría. Oyó el acero de las espadas, varios arcabuzazos más y pasos que corrían escaleras arriba. Entonces la puerta comenzó a moverse por los golpes y las patadas.

¡¿Miguel, estás ahí?!

Miguel se aproximó lentamente a la puerta y observó a través de una pequeña rendija: no había nada, y lo que era peor, nadie esperaba al otro lado.

Miguel lanzó una media sonrisa al aire y volvió hasta la ventana. En el suelo varios pliegos de papel vibraban inquietos bajo el peso de un tintero y una pluma.

Miguel los sostuvo entre sus manos y leyó algunas líneas: “Al despertar, Alonso pensó: Hoy es el día ”; “¿Dos semanas? ¿Es ese nuestro tiempo?”; “La llaman la Prisión de la Torre”…
Hundió sus dedos en el papel y lo fue desgarrando lentamente, con odio contenido, y un temblor de manos. Cuando ya no fueron más que polvo de tinta y papel, los arrojó a través de los barrotes al incesante viento del desierto, perdiéndose en una miríada de arena blanca.

Llorando se arrodilló en el suelo y se cubrió el rostro con ambas manos.

“No me des, literatura,-pensó- lo que con tanto gusto me arrebatas”.




(Por Juan Manuel Díaz Ayuga)