sábado, 16 de junio de 2012

Yellow Islands

Al final decidí sentarme en el rincón más oscuro de la barra. Tenía los pies llenos de movimientos desacompasados, y en mi estómago aún resonaba el monótono ritmo de tambores de guerra. Al alzar la mano el DJ, la pista se inundó de olas de saltos y brincos, y la bruma grisácea que flotaba sobre nuestras cabezas se fue extendiendo entre la masa informe de cuerpos. Luces blancas y negras llenaban de parpadeos de cámara las paredes, sin saber muy bien de dónde venían. En aquel desconcierto, mis ojos se perdieron en la oscuridad brillante de un vaso, bebiendo sin sed aquella soledad que me quemaba la garganta. Parpadeé un par de veces para sacarme aquella llovizna de plata que me inundaba la vista. Entonces aquella chica se sentó junto a mí, y supe sin saberlo cómo había notado lo que desde hacía ya varias horas todos parecían haber visto: mis zapatos amarillos.
Su rostro ceniciento se torció un poco ante el sacrilegio que suponían mis zapatos, y entre el parpadeo de luces se recogió con ambas manos un pelo negro como la noche. Le sonreí distraído, más por el alcohol que por el deseo de no estar solo, y ella me respondió con una de esas sonrisas tan breves en la seriedad de su rostro que me hacían comprender que la conversación ya había terminado si es que acaso había de comenzar.
Volví a hundirme en las negras mareas de aquel vaso, quizás durante varios siglos o un par de segundos, hasta que un cambio repentino en el ritmo taladrador de la música me hizo volver los ojos a la pista. Esta vez pude distinguir entre los cuerpos nocturnos que se dejaban golpear unos contra otros, rostros pálidos de muertos recientes, que en torsiones imposibles, sudaban un éxtasis blanquecino que parecía ser contagioso. Volví a ver a la chica con piel de ceniza que se diluía en un torrente de brazos masculinos, hasta que en un nuevo cambio de ritmo, desapareció en un destello de plata tras la bruma grisácea que amenazaba con tragarse la pista.
Cuando se me acabaron las últimas gotas de aquella melancolía líquida del vaso, no me quedaban fuerzas para seguir encogiéndome dentro de mí mismo. Me había inclinado tanto que casi podía tocar con la nariz mis zapatos amarillos, y los vi tan grandes, tan llenos de una vida extraña, que supe que no pertenecían a ese mundo. Era hora de marcharse.
Mientras atravesaba la pista hacia la salida, bandadas de manos negras se me posaban en el rostro, los destellos de luz de ninguna parte me iban quemando los ojos, y aquella niebla eterna me inundaba de gris los pulmones. La música no dejaba de sonar, y sus hachazos de ritmo no hacían más que revolverme el estómago. Finalmente, distinguí la puerta entre las tinieblas del fondo, en aquel aire rasgado de pinceladas blancas.
Pero entonces algo me detuvo. Era una sonrisa, un rostro, un cabello, unos ojos. Era un cuerpo de mujer que se acercaba tambaleante y parecía buscarme. Se mordía el labio con inocencia pícara, y tenía un temblor de cejas que me volvía loco. Cuando estuvo a apenas dos segundos de distancia, pude contemplarla tal y como era sobre aquel fondo de grises, blancos y negros. Jamás olvidaré lo bien que le sentaba aquella blusa amarilla.



Juanma Díaz Ayuga

4 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  2. es mi relato favorito! Si supieran todos de que ha nacido la inspiraciòn para este relato! Juanma eres un escritor! simplemente genial !!!todo lo que vives y observas se convierte en inspiraciòn para nueva increibles historias

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  3. Jajajajaja buenísimo!! Es que me encantan Juanma, llevo un rato intentando hacerte un comentario dándote mi opinión pero estoy entusiasmada jaja eso tengo que hablarlo contigo y decirte todo el frikismo posible, porque he flipado. Los dos relatos geniales. Ahora me da palo publicar mis poemas sobre nubes de algodon y estrellas que son sillas jaja

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    1. jejeje que no hombree!! pero eso sí, tengo reservado un coloquio friki-pedantesco para ya, así que ve haciendo un huequecito en tu agenda para que nos veamos.

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