domingo, 1 de agosto de 2010

El baile de máscaras

Aquella noche la vida, era un baile de máscaras.

Todo se desdibujaba en un ambiente vaporoso, etéreo, de una ingravidez que adormece. Aún hoy diría que todo fue un sueño si no fuese porque todavía sigo despierto. Me hallaba quizás en el centro de un salón sin límites, de pulida madera entrecruzada, sobre la que cientos, quizás miles de personas fingían una lenta danza. La música que debía dar cuerda a aquel baile, brillaba por su ausencia. Era sin embargo el más absoluto silencio el que reinaba la escena, el que robaba los pasos de bailarines, acallaba las voces de mi pensamiento y calmaba los latidos de mi pecho. No recuerdo en qué preciso instante mi cuerpo comenzó a moverse, a encajar aquel nuevo engranaje en ese reloj de movimientos. Nadie parecía tocarse, aunque en ligeros vaivenes de manos los dedos se buscaban unos a otros, recorriendo suavemente el calor de la estela que dejaban. Quise dejarme llevar por un misterioso aroma que destilaban los presentes, pero enseguida fui consciente de que no cabía más posibilidad que esa. Me hallaba como hechizado, muy fuera de mí mismo pero dentro de aquel cuerpo de aire, que giraba cada dos pasos, avanzaba y retrocedía sin llegar a pisar el suelo.

La serenidad que me envolvía me había impedido hasta entonces contemplar a mis acompañantes. Todos, sin excepción, llevaban puesta una máscara. Lo que más me sorprendió fue que a pesar de ser diferentes, todas se parecían. Brillantes rostros de porcelana en los que se dibujaban vívidas sonrisas, un cierto tono sonrosado, delgadas cejas de negro azabache, y unos ojos de cristal que encerraban en su mirar una infinidad de colores. Otros eran rostros gravemente severos, de marcado mentón y alzados pómulos, otros dulces y delicados, impasibles algunos, y de entre todos unos pocos eran lisa y blanca porcelana (quizás, pensé, necesitan una mano que los dibuje o enseñe a dibujarlos). Pero los que más me gustaban sin duda eran los que lloraban, los que marcaban sus mejillas con una o varias lágrimas de frío marfil, y que si bien nacían en sus ojos, (ya en el derecho o el izquierdo) no caían jamás al suelo. Era una eterna condena a lo mismo. Como entonces no supe, sigo hoy sin saber cómo nacían aquellas máscaras. ¿Acaso eran un regalo, de padres, amigos? ¿O quizás eran un artefacto propio, consciente o inconsciente? En realidad lo que importaba era que todas respondían a un deseo propio, o a un propio engaño.

Si eran felices o no, ¿cómo saberlo, si aquellos ojos de cristal, hermosas lunas de rojo atardecer algunos, sólo mostraban el reflejo de quien se atrevía a mirarlos?

Poco a poco mi cuerpo se detuvo y mis pies se posaron sobre el leve reflejo de la madera. Cuando quise darme cuenta, todos a mi alrededor habían arrojado sus máscaras. Quedaron bocarriba, con sus ojos de cristal mirando al cielo.

No puedo negar que me asusté, sorprendí, enfurecí y decepcioné.

Había mujeres de profundas ojeras moradas y azules, que servían de entrada a cavernosas cuencas oculares. Los ojos eran negros, diminutos, coronados de secas pestañas y escasas cejas. Algunos de ellos tan juntos que parecían un único ojo. Narices grandes y bulbosas los hombres, roídas quizás por alguna que otra enfermedad indeseable; otras eran afiladas, delgadas como dardos venenosos. Al girarme no veía más que chicas de morritos pequeños y arrugados, con dientes montados unos sobre otros, en una inútil carrera de abandonar aquellas bocas que no destilaban precisamente perfume. Competían jóvenes de ambos sexos por cúal tenía el más horrendo bigote; los unos no tenían más que incipiente pelusilla, las otras negras escarpias en la barbilla que, con afiladas uñas entre negro y rojo, arrancaban en rápidos pellizcos.

Abundaban las orejas de soplillo o aquellas demasiado pegadas al cogote, el pelo enmarañado y sucio, la frente perlada de un sudor denso y los cuellos llenos de granos la mayoría.

Estaba paralizado, incómodo entre tanta mentira y sobrecogido por el desenmascaramiento de la vida y su rostro libre de engaños, de apariencias y artificios. No pude evitar lamentarme de no haber sido capaz al menos de intuir la farsa, de haber sido tan ingenuo de bailar al son de la apariencia.

Entonces alcé la mano y sostuve bien mi máscara contra mi rostro, evitando que cayera. Me fui con paso firme.

No sabría al menos la vida, qué se escondía tras el cristal de mis ojos.



(Por Juan Manuel Díaz Ayuga)

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