domingo, 1 de agosto de 2010

Historia de un cautivo

De las uñas de Miguel quedaron grabados los días en la pared de piedra de aquella prisión de arena.

“Un día más –pensó- dame un día más en esta torre y me volveré loco”.
Cubrió con el harapo habitual su calendario particular, en el que, si el tiempo o su cabeza no habían fallado un solo día, aparecían mil setecientas ochenta y nueve marcas, lo que equivalía a unos cuatro años y medio. Cuatro años y medio pudriéndose en una torre en medio del desierto, en algún lugar de Argelia. Una ventana de gruesas rejas era su única conexión con el mundo, con un mundo de temperaturas extremas y un infinito mar de arena blanca, que en ráfagas volaba hasta su estancia cubriendo a veces el suelo.

Recordaba perfectamente cómo había sido capturado por un galeón turco, y cómo, creyéndolo un alto mando del ejército, lo habían encerrado en aquella prisión a la espera de un rescate que jamás llegó y probablemente nunca llegaría. Él no se merecía una tortura como aquella, y habría dado diez veces su vida por volver a ser libre, por sentir incluso aquella arena del desierto deshaciéndose entre sus dedos. Habría hecho cualquier cosa por ser el hombre que era.

***

Al despertar, Alonso pensó: “Hoy es el día”. El día en el que al fin, tras meses y meses de fraudulentos negocios con los que pagar todo lo indispensable, podría rescatar a su hermano. Había reclutado a un grupo de soldados y marineros, algunos veteranos de Flandes, que si bien no eran de fiar, eran lo único que le quedaba. Había mandado construir un barco, el “Persiles”, que esperaba como un dragón dormido en los muelles de Sevilla.

Se vistió sin prisas (si había podido esperar casi cinco años, podría esperar unos minutos más) y se armó un arcabuz y su espada. Cuando llegó, todo estaba dispuesto para partir; y la tripulación ocupaba sus puestos. De lo último que tenía noticia era del secuestro de su hermano en costas catalanas y de su desembarco en Argel, donde probablemente hubiese sido vendido como esclavo. Sabía que sería un duro trabajo que podría costarle la vida, pero para él su hermano lo era todo; incluso en su parecido físico podía entreverse un fuerte lazo de amistad que los unía. Ambos habían servido como soldados en Italia durante varios años, y juntos habían sorteado toda clase de peligros.
“Esta vez no será diferente”-pensó Alonso.

La tripulación constaba de doce hombres: cuatro marineros y ocho soldados, que se hallaban ante Alonso en una rígida fila. Éste no era su capitán ni nada por el estilo, pero era quien les pagaba, y por ello un vínculo aún mayor les unía.

Alonso dirigió su mirada a Cipión y Berganza, dos hermanos veteranos de Flandes, robustos y altos, con un rostro algo más canino que humano. A su lado estaba Sancho, un marinero regordete que se encargaría de las cocinas. Anselmo y Lotario, también marineros y amigos desde siempre; un tal Vidriera, marinero despistado como el que más, y varios soldados completaban la tripulación.

Sin apenas unas palabras de apoyo o de agradecimiento, Alonso ordenó que arriaran velas, y el “Persiles” fue cortando poco a poco las ondas del Guadalquivir, dividiendo su cauce hasta Sanlúcar de Barrameda. Allí dirigieron sus miras a la costa norteafricana, sin detenerse en puerto alguno por temor a una posible emboscada.

Cuando ya divisaban las costas argelinas, una terrible tormenta los rodeó, ciñendo su cinturón cada vez más, hasta que las olas desmenuzaron el “Persiles” pieza por pieza, como expertos armadores, arrojando a sus tripulantes a las inquietas fauces del mar. Sólo nueve consiguieron llegar a la playa, exhaustos y desarmados. La suerte les llevó a toparse con una plaza española en plena costa de Argel, en la que las tropas del ejército español esperaban sin saber cómo evitarlo, una nueva embestida del ejército turco.
Días después de su llegada a la plaza, ésta quedó sitiada por los turcos.

-¿Es que acaso no tenéis con que defenderla? –preguntaba Alonso al capitán al mando.

-Podríamos si nuestro contingente no fuese tan reducido. En una situación como ésta, lo mejor es la rendición o una huída que se me antoja cada vez más inútil.

-¿Cuánto aguantaríamos el sitio?- preguntó un soldado.

-A lo sumo dos semanas- respondió el capitán.

Entonces Alonso alzó la voz para hacerse oír por todos:

-¿Dos semanas? ¿Es ese nuestro tiempo? Pues no veo mayor solución que la de enfrentarnos a los turcos y decidir nuestro destino en la batalla. No he salido ileso de tantas para morir en una plaza sitiada por los infieles. Tal como están las cosas moriremos igualmente, ya sea defendiendo lo que en su día ganó España para sus reinos o contando las migas de pan que nos quedan para morir de hambre. El miedo a la muerte es condición natural en el hombre, pero así debería ser su repugna a la cobardía. Nuestros abuelos se enfrentaron a hordas de musulmanes en las tierras de Granada, y os puedo asegurar que el miedo que ahora alimenta nuestras almas fue el que en su tiempo alimentó las suyas; pero ellos les hicieron frente, empuñaron sus espadas y se lanzaron al vacío del azar. Nadie vendrá a salvarnos, y menos en dos semanas escasas. Es nuestra vida la que corre inquieta por la delgada línea del tiempo, somos nosotros los que tenemos el deber de defenderla, y son nuestras manos las que deben ahogar nuestro miedo y golpear al enemigo. Puede que no haya mañana escrito en el horizonte, pero sí existe un hoy listo para ser realizado.

Los labios de Alonso se cerraron lentamente y quedaron cubiertos por su mostacho. Ante tan altisonante discurso, algunos lo llamaron loco, pero otros, imbuidos por una temeridad irracional, corearon sus palabras y corrieron a las armas.

Horas después la batalla había comenzado y los españoles luchaban fieramente y sin descanso, pero tan inútilmente que sólo algunos quedaron con vida. A Alonso se le había olvidado mencionar que toda batalla requiere una táctica, frialdad en el combate y paciencia; y no una bandada de estocadas al aire por parte de una marea de inconscientes.

A pesar de que la sangre manaba a las puertas de la plaza, Alonso y cinco de sus compañeros consiguieron huir aprovechando la confusión del combate. De entre ellos, Cipión lloraba desconsolado la muerte de su hermano, que no había atendido a sus razones.

Tras días de vagar por el desierto, hasta el propio Sancho había perdido su forma redondeada, aunque no así sus ganas de comer y sus refranes.
Como surgida de las arenas, llegaron a una ciudad, en la que Alonso supo del paradero de su hermano.

-La llaman la “Prisión de la Torre”. –relataba un morisco a Alonso- Allí es donde llevan a los cautivos de mayor rango.

-¿No recuerdas haber visto a uno de ellos con un rostro semejante al mío?

El morisco negó varias veces, sintiendo no ser de más ayuda.
Alonso decidió que al menos sería prudente echar un vistazo, y si su hermano no se hallaba allí, podrían regresar a la ciudad y retomar la búsqueda. Con el dinero que aún le quedaba, compró seis caballos y algunas armas (la prisión sin duda estaría custodiada). Alonso tomó la delantera, y los seis jinetes se adentraron en el insoportable calor del desierto.

***

Aquel día la brisa parecía diferente, la arena otra. Sentado en el suelo, Miguel alzó los ojos hacia la ventana. “¿Caballos?”-pensó. Creía estar escuchando el trote de varios de ellos cada vez más cerca. De un salto se agarró a las barras de metal y apretó sus mejillas contra ellas, en un intento de ver más allá. A lo lejos, rodeados de una nube de polvo, seis jinetes atravesaban a galopadas la arena y se dirigían a la prisión. Miguel no podía distinguir sus rostros, pero algo estaba claro: eran forasteros. Cuando los caballos llegaron, un centinela salió al encuentro, e inmediatamente recibió un arcabuzazo en el pecho. Había sido Anselmo quien lo había comenzado todo. Desde la prisión, Miguel no podía ver nada, pero oía el ruido de armas, las voces, los gritos: ¡¿Miguel, Miguel?!

¡Era su hermano, sin duda era Alonso! Su corazón zumbaba en sus oídos, y sus piernas temblaban de la emoción. Corría de un lado a otro sin poder estarse quieto; sabía que si lo hacía estallaría. Oyó el acero de las espadas, varios arcabuzazos más y pasos que corrían escaleras arriba. Entonces la puerta comenzó a moverse por los golpes y las patadas.

¡¿Miguel, estás ahí?!

Miguel se aproximó lentamente a la puerta y observó a través de una pequeña rendija: no había nada, y lo que era peor, nadie esperaba al otro lado.

Miguel lanzó una media sonrisa al aire y volvió hasta la ventana. En el suelo varios pliegos de papel vibraban inquietos bajo el peso de un tintero y una pluma.

Miguel los sostuvo entre sus manos y leyó algunas líneas: “Al despertar, Alonso pensó: Hoy es el día ”; “¿Dos semanas? ¿Es ese nuestro tiempo?”; “La llaman la Prisión de la Torre”…
Hundió sus dedos en el papel y lo fue desgarrando lentamente, con odio contenido, y un temblor de manos. Cuando ya no fueron más que polvo de tinta y papel, los arrojó a través de los barrotes al incesante viento del desierto, perdiéndose en una miríada de arena blanca.

Llorando se arrodilló en el suelo y se cubrió el rostro con ambas manos.

“No me des, literatura,-pensó- lo que con tanto gusto me arrebatas”.




(Por Juan Manuel Díaz Ayuga)

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