sábado, 16 de junio de 2012

Las ratas


Si algo hemos aprendido después de tantos años viviendo en las alcantarillas de esta gran ciudad, es que desde siempre, a las ratas les ha gustado la basura.
Quizás todo comenzó con los restos de la última cena, o con un calabacín que de tan maduro se pudría y cuyo hedor era ya insoportable. Fuera como fuese, lo cierto es que según dicen los más viejos -pues yo por aquel entonces aún no había nacido- un día, alguien decidió dar de comer a las ratas, y como digo, quizás fue un calabacín maduro que llevaba cuarenta años en la despensa. Así fue cómo las ratas comenzaron a educarse en el exquisito arte de la degustación de basura, y de los restos pegajosos de un muslo de pollo llegaban incluso a devorar el corazón putrefacto de una manzana o la cabeza sin ojos de una sardina. Les encantaba la basura.
Cada vez fueron más y más gordas, y sus bigotillos traslucidos de roedor se hacían cada vez más gruesos y lustrosos, dándoles el aspecto de toda una señora rata. Algunas incluso llegaban a tener unos bigotes que parecían barbas, y hasta dicen que una de ellas recogía de entre la mugre los bigotes que sus compañeras iban deshojando para hacerse su propio pelo de bigotes. Eran, como se ve, muy cuidadosas las ratas con lo que se refiere a su aspecto. Pero no sólo aprendieron a roer sin descanso cada trozo de pizza de la noche anterior, o a acicalarse con esmero utilizando sus manitas diminutas, no, también aprendieron a saltar, a ponerse sobre las patas traseras (que algunas incluso llamaban piernas), a hacer trucos malabares las unas con las otras, lanzándose al vacío y cayendo con toda la gracia con la que una rata gorda y peluda puede caer.
Ante tal espectáculo nosotros reíamos y aplaudíamos como locos, comentándonos en voz baja: “¿Has visto el salto que ha dado esa rata?”, “Esa es la mejor”, respondían otros. Algunos sin embargo preferían los trucos de otras ratas, aquellas que emitía aullidos guturales en lugar del conocido gemido agudo de roedor, y con esto, todos gritábamos eufóricos, lanzábamos vítores, y les seguíamos dando nuestra basura. Eran tiempos felices, para qué negarlo. La basura abundaba y encantados se la ofrecíamos a las ratas, que nos miraban burlonas y coquetas con sus diminutos dientecitos, negros por la mugre, intentando dibujar una sonrisa que fuese, sino humana, al menos una sonrisa. Llegó el día en el que veíamos ratas por todas partes, algunas grandes como perros, lleno su estómago de lo que íbamos desechando, y sus miradas llenas del deseo insaciable de consumir basura. Cuando quisimos darnos cuenta, el afán corrosivo de sus dientecitos era ya imparable. La basura escaseaba y toda ella estaba agujereada por el hedor de aquellas ratas ahora grandes como nosotros. Desesperados recorríamos las alcantarillas llenas de mugre en busca de un poco de basura, que ahora las ratas, altivas, nos arrojaban al suelo, mezcla de sus propios excrementos. El día en el que la basura se acabó por completo en las alcantarillas de esta gran ciudad, todos nos miramos sorprendidos, incapaces de comprender el devenir de los hechos, con una única pregunta rondando nuestras cabecitas: “Ahora que la basura se ha acabado, ¿cómo alimentaremos a las ratas?”. Quizás –pensé- haya que pedir más basura a las ratas de la superficie.



Juanma Díaz Ayuga

Yellow Islands

Al final decidí sentarme en el rincón más oscuro de la barra. Tenía los pies llenos de movimientos desacompasados, y en mi estómago aún resonaba el monótono ritmo de tambores de guerra. Al alzar la mano el DJ, la pista se inundó de olas de saltos y brincos, y la bruma grisácea que flotaba sobre nuestras cabezas se fue extendiendo entre la masa informe de cuerpos. Luces blancas y negras llenaban de parpadeos de cámara las paredes, sin saber muy bien de dónde venían. En aquel desconcierto, mis ojos se perdieron en la oscuridad brillante de un vaso, bebiendo sin sed aquella soledad que me quemaba la garganta. Parpadeé un par de veces para sacarme aquella llovizna de plata que me inundaba la vista. Entonces aquella chica se sentó junto a mí, y supe sin saberlo cómo había notado lo que desde hacía ya varias horas todos parecían haber visto: mis zapatos amarillos.
Su rostro ceniciento se torció un poco ante el sacrilegio que suponían mis zapatos, y entre el parpadeo de luces se recogió con ambas manos un pelo negro como la noche. Le sonreí distraído, más por el alcohol que por el deseo de no estar solo, y ella me respondió con una de esas sonrisas tan breves en la seriedad de su rostro que me hacían comprender que la conversación ya había terminado si es que acaso había de comenzar.
Volví a hundirme en las negras mareas de aquel vaso, quizás durante varios siglos o un par de segundos, hasta que un cambio repentino en el ritmo taladrador de la música me hizo volver los ojos a la pista. Esta vez pude distinguir entre los cuerpos nocturnos que se dejaban golpear unos contra otros, rostros pálidos de muertos recientes, que en torsiones imposibles, sudaban un éxtasis blanquecino que parecía ser contagioso. Volví a ver a la chica con piel de ceniza que se diluía en un torrente de brazos masculinos, hasta que en un nuevo cambio de ritmo, desapareció en un destello de plata tras la bruma grisácea que amenazaba con tragarse la pista.
Cuando se me acabaron las últimas gotas de aquella melancolía líquida del vaso, no me quedaban fuerzas para seguir encogiéndome dentro de mí mismo. Me había inclinado tanto que casi podía tocar con la nariz mis zapatos amarillos, y los vi tan grandes, tan llenos de una vida extraña, que supe que no pertenecían a ese mundo. Era hora de marcharse.
Mientras atravesaba la pista hacia la salida, bandadas de manos negras se me posaban en el rostro, los destellos de luz de ninguna parte me iban quemando los ojos, y aquella niebla eterna me inundaba de gris los pulmones. La música no dejaba de sonar, y sus hachazos de ritmo no hacían más que revolverme el estómago. Finalmente, distinguí la puerta entre las tinieblas del fondo, en aquel aire rasgado de pinceladas blancas.
Pero entonces algo me detuvo. Era una sonrisa, un rostro, un cabello, unos ojos. Era un cuerpo de mujer que se acercaba tambaleante y parecía buscarme. Se mordía el labio con inocencia pícara, y tenía un temblor de cejas que me volvía loco. Cuando estuvo a apenas dos segundos de distancia, pude contemplarla tal y como era sobre aquel fondo de grises, blancos y negros. Jamás olvidaré lo bien que le sentaba aquella blusa amarilla.



Juanma Díaz Ayuga