lunes, 12 de julio de 2010

El narrador

Si el miedo tuviese aliento, sería el que en aquel preciso instante acariciaba el cuello de Elain.

Sus ojos, abiertos de par en par, mirando a la ventana a través del espejo. Así cubría cualquier ángulo muerto de aquella pequeña habitación en la tercera planta de aquella casa de Londres.

Se sentía observada, tan segura de ello que temblaba en cada célula de su ser. Sin despegarse un ápice de su refugio entre las sábanas, observaba a un tiempo ventana y puerta, noche y oscuridad, desconocimiento y duda acechando tras las cortinas.

Pobre Elain, es comprensible su miedo, ese ansia obsesiva de ser observada, de saberte el blanco de algo sin saber el qué ni el dónde. El sentir la irracional duda de no ser la única en aquella habitación; y quizás, en el fondo, hubiese acertado de pleno. Somos tantos los que la observamos; sí lector, tú y yo, y tantos como tú y tantos como yo. No importa cuándo esto ocurra o una y otra vez se repita. La narración, como tal, sólo puede ser posible en magistral conjunción de ambos; antes no hay nada, antes no se es nada, sólo papel y tinta, grabadora y audio, recuerdo y silencio. Pero en este preciso instante lo somos todo, y con una curiosidad insaciable contemplamos a Elain, yaciendo en su cama, casi adivinando sus músculos tensos, agarrotados. Si quisiese, Elain podría estar sentada en una silla, que acaba de aparecer por cierto, o de pie sobre la cama, o bocarriba sobre el techo. Existen diferentes rangos en mi gremio, y por lo que a mí respecta pertenezco al superior de todos ellos.

Yo lo sé todo, todo lo hago y en todas y cada una de las partes estoy.

Al fin, para alivio de la pobre Elain, amanece en la calle más allá de la ventana, arrancando un susurro de palabras inaudibles entre las mantas, que nada son, pues ni siquiera yo he conseguido oírlas.

Rápidamente se viste, se pone los zapatos y peina su sedoso cabello caoba una y otra vez ante el espejo; corre escaleras abajo hacia la cocina. Al rebasar los límites de la mullida moqueta del pasillo sus pies se posan en las frías baldosas de la cocina, sintiendo un profundo escalofrío que la recorre. “Juraría haberme puesto los zapatos”- piensa Elain. Sí, yo también lo juraría.

Desde hace ya bastante tiempo, quizás un mes o dos, han estado ocurriendo cosas inexplicables, una continúa sensación de ser observada, personas que la siguen una y otra vez entre las calles, rostros parecidos, casi iguales, una mañana tras otra. Al principio creía estar volviéndose loca, pero ahora sabe que no es la única, que sea lo que sea lo que está ocurriendo en el mundo, no se encuentra sola.

Comenzó a buscar en los cajones a tientas, mientras miraba en la nevera varios post-its que pendían de ella. Yo que tú tendría cuidado Elain, podrías cortarte con un cuchilllo si buscas así a tientas.

Y cuando al fin encontró lo que buscaba, sacó la mano, sosteniendo un espray de pimienta que se guardó en el bolsillo de la chaqueta. En uno de aquellos post-its se leía: Mark y Sarah 645724113. Mientras descolgaba el teléfono de la cocina recordó cómo días atrás había oído hablar a una pareja en una cafetería cercana sobre una serie de hechos inquietantes, tan relacionados con lo que ella había vivido que estaba aterrada, pero satisfecha al fin de haber encontrado a quienes pudieran comprenderla.

- ¿Diga?-

Era Sarah; su inconfundible tono de voz, de aguda dulzura, de aquellas mujeres que a pesar del paso de los años siguen hablando como niñas.

Mantuvieron una conversación que ahora no viene al caso. Elain deseaba fervientemente encontrarse con ambos, intercambiar los sucesos de aquella noche y buscar una solución a sus temores.

Entonces llamaron a la puerta. Si hubiese colgado el teléfono justo en aquel instante y hubiese abierto la puerta, habría descubierto al cartero con un paquete certificado para la señorita Elain McCormac, o Dudley, u O’hara, cualquiera de ellos es válido. Habría firmado con la mano derecha, o quizás con la izquierda, y el cartero tras una leve sonrisa se habría marchado a seguir puerta por puerta su reparto matutino.

Pero no hay nada tras la puerta hasta que yo diga lo contrario. Nada es nada hasta ser mi palabra.

¿Qué pensarías lector, se en lugar de ese cartero calvo de cada mañana, sonrisa leve y pantalones cortos, hubiese aparecido un cabrero, allí en medio de las montañas, y no en una calle de Londres, o qué si hubiese sido el padre de Elain, muerto hacía diez, doce, veinte años; o qué si hubiese sido el mismísimo primer ministro, la propia Elain o, por qué no, tú y yo? ¿Habrías sido capaz entonces de desvelar nuestro secreto, de acabar con el miedo de Elain que yo mismo le he insuflado? No, sin duda. Tú estás mudo lector, calla y escucha, observa impotente el suceder de los actos, pero por favor, no te vayas, sabes que no somos nada sin tu presencia.

Ya ha colgado Elain ese simple telefóno color blanco, y ya ha abierto la puerta descubriendo la insistente mirada de su ex-marido. Sí, al parecer Elain estuvo casada un par de años, y por causas que ellos no conocen como yo no quiero que conozcan, decidieron seguir diferentes sendas en la vida. Él sin embargo, es el jefe de Elain en el periódico en el que trabaja, el Daily Weekly si no me equivoco.

El corazón de Elain aporreaba sus costillas ante tan inesperada visita. Hacía meses que no hablaba con él cara a cara; quizás algún e-mail puramente informativo, nada más.

Él no tendría nombre ni rostro, ni siquiera libertad, aunque a estas alturas eso era algo obvio.

Estaba jadeando, como si hubiese venido corriendo las cinco manzanas que separaban su casa de la de Elain. Al verla allí de nuevo, frente a frente, no pudo evitar pensar en lo guapa que estaba, y en lo mucho que aún la seguía queriendo.

- Elain, siento las formas, pero necesito hablar contigo, algo está ocurriendo.

Parece que voy a tener que tomar cartas en el asunto; un tipo que ni siquiera tiene nombre y sospecha de algo. Ya nadie se cree nada sin pensar antes dos veces.

Elain se hallaba en estado de shock, ni siquiera era capaz de invitar a su ex-marido a que pasara a la intimidad del salón, donde pudiesen hablar sin ser escuchados. Ja, ja, ja, ja. Perdona lector que me ría. Comprenderás cómo de cómica resulta la situación, al menos para nosotros; no querría ponerme ni un momento en la piel de ambos.

- Será mejor que vayamos a un sitio seguro Elain- dijo él.

Entonces ella recordó su cita con Mark y Sarah.

- He quedado en verme con alguien que quizás tenga respuestas. Deberías venir.

- Bien- dijo él- ¿estás lista para marcharte?

- Espera a que me ponga los…

Anonadada contempló cómo sus pies ya estaban calzados, con los zapatos que se había puesto aquella misma mañana. Pobre Elain, qué poca memoria.

Los ingleses son por costumbre madrugadores, y estaban ya las calles abarrotadas, llenas en aquella mañana de domingo de jóvenes que escuchaban música abstraídos de la realidad, hombres y mujeres que caminaban rápidamente en busca de la solución a un profundo enigma, y ancianos que daban de comer a las palomas incapaces de hacer nada mejor.

No tardaron en llegar a un solitario parque en el que los esperaban Mark y Sarah. Al encontrarse los cuatro, se dieron la mano, y Elain les presentó a su jefe.

Una mirada de intenso deseo se despertó en los ojos de Mark cuando contempló a Elain. Los sentimientos aquí no valen nada. Mark se ha enamorado de Elain en sólo un segundo, así como puede pasarle a Sarah, que confusa observa con excesivo cariño a Elain. ¿Cómo pueden acaso hablar de amor, de amistad, odio, miedo, duda…? Esos no son sus sentimientos; eso es lo que yo quiero que sientan. Sólo es mi sentimiento extendido a los suyos, mi susurro el que pone en su boca mis palabras y mi mirada la que pone en su mente lo que pienso, nada más. Ellos no son libres, ni siquiera son. ¿Podrán acaso decir: “Yo soy el que soy”? Sabrás lector, como yo sé, que no pueden. El hecho de carecer de libertad los excluye del hecho de existir. Ellos son yo, como yo los soy a ellos. Si son incapaces de decidir y definirse, de reivindicar su posición en el mundo, no son más que una realización de mis deseos.

Siento aturullarte con estas digresiones filosóficas lector, es sólo que me siento profundamente solo, y que a veces este ocio o trabajo termina por aburrirme.

Como decía, comenzaron a intercambiar sus diferentes experiencias. Mark había visto cómo un hombre pelirrojo le seguía hasta su casa, y permanecía tras la puerta unas cinco horas, hasta que cansado quizás, se marchó siguiendo nadie sabe qué camino.

Sarah había notado cómo en su trabajo sus compañeros cambiaban de un día para otro; “¿Dónde está Sophie?”- preguntaba- “¿quién?”- le respondían. Así una y otra vez.

Elain les contó cómo día tras día la gente parecía ser siempre la misma, cómo podía jurar haber visto a esa persona en otra parte, sin conseguir saber dónde.

Su ex-marido sin embargo aseguraba tener la sensación de que lo que a veces decía no era lo que quería decir, que sentía cosas diferentes en un momento y en el siguiente.

Un segundo tras otro las dudas aumentaban y no había respuestas a las que aferrarse, ni siquiera vanas conjeturas.

Mark pensé, quiero decir pensó que lo mejor sería que viesen el video del hombre pelirrojo. No lo había dicho antes (pues antes no lo sabía), pero había grabado dos de las cinco horas de la larga espera delante de la puerta de aquel pelirrojo.

Su casa estaba cerca, por lo que pidió que le esperasen allí en el parque, mientras él recogía la grabación.

De camino a su casa todo le parecía irreal, tenía la sensación de que alguien le seguía, de que alguien había aparecido con la llegada de Elain y que ahora había abandonado el parque para observar cada uno de sus pasos.

A varios metros de allí un conductor temerario estaba a punto de pasar un semáforo en rojo a una velocidad de vértigo. Mark, ensimismado en sus pensamientos giraba la esquina para cruzar la calle. Si el tiempo se hubiese detenido casi podría haberse olido la muerte con sus dedos de blanco mármol. Pero el coche se detuvo ante el semáforo y Mark cruzó la calle.

El conductor estaba perplejo por la inesperada frenada del coche. No tenía ni idea de cómo había frenado.

Mark estaba impaciente, abrió la puerta y subió las escaleras.

Sabía que su portátil estaba en la mesa del estudio, pero al llegar, no pudo encontrarlo.

“Quizás Sarah lo haya guardado en otra parte”-pensó mientras vaciaba uno a uno los cajones.

Pero jamás lo encontraría. El portátil no estaba allí, ni ahí, ni ahí tampoco. Ya no había portátil alguno por más que lo hubiese habido o por más que Mark lo recordase.

Cerré de golpe la puerta y Mark dio un salto. Miró a todas partes incapaz de ver nada. Cerré la ventana y eché el pestillo.

Mark corrió de un lado a otro intentando abrir ambas, pero no quise que las abriera.

Todo acabaría allí lector; rompería los cristales de la ventana de la planta de abajo, removería muebles y estanterías y pondría huellas en todas partes, las de un tal Greg Müller, alemán, veintiséis años, con antecedentes penales. El pobre Mark aparecería horas después asesinado víctima de un simple atraco, nada más. Pero sin embargo, antes decidí que Mark lo sabría todo, y que en un instante conocería nuestro secreto.

Y entonces Mark lo supo, una oleada de conocimiento le recorrió de una a otra parte, y como un rayo de fuego le abrasó las entrañas, muriendo de pánico a cada instante.

Elain, su ex-marido y Sarah jamás sabrían lo sucedido.

Tendrían otra vida, serían otros, no serían.

Ves lector, que al final nada ha pasado, y que lo que pareció ser una trama no fue más que un simple atraco y tres nuevas historias.

Aún así lector, algo me preocupa. Quiero que me escuches ahora más atento que nunca. Y es que a veces creo tener la sensación de no ser yo quien escribe, de sentirme observado a lo lejos y de quizás no sentir aquello que en realidad quisiera sentir.

Lector, tengo miedo de que sea tarde para……………………



(Por Juan Manuel Díaz Ayuga)