sábado, 13 de noviembre de 2010

La mansión de la calle Retorno

- … y lo hicimos en la habitación de sus padres.
- Sí, claro…
- ¡Te lo prometo! Lo hicimos en la maldita cama de sus padres, con un crucifijo de tres metros en la pared que acojonaba bastante… y en la mesita de noche, una foto de los dos mirándonos con una sonrisa de oreja a oreja.
- Vaya morbo tío.
- Y que lo digas.
Ambos guardaron un silencio sepulcral mientras descendían por la calle Retorno en dirección a la zona residencial de la ciudad.
El atardecer, con sus claroscuros de bronce y grana, los había sorprendido aquel día de octubre a la vuelta de las clases en la universidad. No solían llegar más tarde del mediodía, pero una conferencia de tres horas sobre el patrimonio histórico en vete a saber dónde, los había retenido el tiempo suficiente como para tener que esperar dos horas la llegada del autobús.
Pablo introdujo las manos en los bolsillos de su chaqueta, encogiéndose cuanto pudo para devolver un poco de calor a su cuerpo. Alzó la vista hacia la infinita calle, con sus aceras cubiertas de hojas, deseando que Javi no volviese a abrir la boca, y que por supuesto no fuese para relatar una de sus muchas aventuras amorosas. Detestaba a aquel chico, a veces lo odiaba, pero el hecho de ser vecinos parecía condición sine qua non por la que tendrían que volver a casa juntos por el resto de sus días.
La calle estaba completamente vacía, sólo coronada por un enorme caserón que en su día fuera quizás un geriátrico. A pesar de su aspecto tétrico y derruido, un aura señorial envolvía la casa, la ennoblecía en aquella calle desierta: sus enormes rejas de jardín, las madreselvas que la recorrían raíz a raíz, su fachada gris, blanca allá en un tiempo, su puerta de negro ébano, su estilo dieciochesco y sus oscuras ventanas…
En el ala oeste, asomada a la ventana, se adivinaba una figura. Pablo se detuvo en seco, tratando de ver mejor entre el anaranjado cielo. Javi se detuvo a su lado, tratando de encontrar lo que su compañero observaba con tanto ahínco.
- ¿Qué pasa Pablo?
- Creo que hay un anciano en la ventana.
- ¿Dónde, en la casa esa?
- Sí, justo ahí, ¿no lo ves? Está como gritando y aporreando la ventana.
- No veo nada tío.
- ¿Es que no llevas las gafas?
- Que va, parezco idiota con ellas.
Pablo aguzó la vista cuanto pudo, intentando adivinar por qué gritaba aquel hombre.
- Voy a entrar.
- ¿En la casa? Pero, ¿qué dices?
- Imagínate que hay un incendio o algo.
- Yo no veo el humo.
“Será porque no te has puesto las gafas imbécil” –pensó Pablo mientras corría a la verja de la entrada.
- ¿No vienes? – le preguntó Pablo.
- No, no, yo vigilo la puerta.
“Cobarde” –pensó Pablo.
La reja casi se deshacía bajo su peso, pero logró entrar y atravesar el selvático jardín, que ya más parecía un profundo bosque.
Cuando iba a empujar la puerta de ébano, echó un último vistazo atrás: Javi se había marchado.
La puerta estaba cerrada, pero cedió en cuanto Pablo la golpeó un par de veces. Pasados unos segundos sus ojos se acostumbraron a la oscuridad del interior, pero no así su olfato, que captaba un denso olor a humedad que casi le impedía respirar. Se hallaba en un gigantesco vestíbulo, dominado por una hermosa lámpara de araña en el techo y una aterciopelada escalera al fondo. Sus zapatos pisaban una mullida moqueta que se asemejaba a la densa hierba del exterior, sólo que más oscura. Aún con la mano en la puerta, Pablo escuchaba los gritos en la lejanía de la escalera, pero tan amortiguados que parecían enlatados en otra época.
Corrió escaleras arriba, cuidando que ninguno de aquellos tablones de madera que crujían bajo sus pies cediese bajo su peso.
La planta superior era, si cabía, aún más impresionante que el vestíbulo. Tres amplios pasillos se encontraban en la cima de la escalera, formando en su unión un pequeño saloncito, que no constaba más que de un sillón a rayas y una mesa para el té. Al fondo del pasillo central la luz del crepúsculo se colaba por un pequeño resquicio en las cortinas, permitiéndole a Pablo intuir las numerosas puertas a cada lado del pasillo. Ahora podía oír los gritos con más claridad, provenientes del ala oeste.
A su izquierda se abría un pasillo idéntico con una doble hilera de puertas cerradas. Parecía que los gritos provenían de la última puerta, aquella cuya habitación daba a la calle. Sus pasos amortiguados se detuvieron delante de ella. Los gritos eran ahora sin duda mucho más nítidos: “¡No… no…!”
Al coger el pomo, se deshizo en su mano, lo arrojó al suelo y empujó la puerta hacia adentro. La luz de la amplia ventana le golpeó en el rostro, cegándole unos instantes. Cuando pudo contemplar la habitación en toda su extensión, descubrió que estaba completamente vacía. Una mecedora, un armario sin puertas y un espejo eran el único mobiliario. No había ni rastro del anciano por ninguna parte.
“¿Qué clase de broma es ésta?” – se preguntó Pablo.
Entendía que sus ojos le hubiesen engañado en la calle, creyendo ver a un anciano que gritaba, pero aquellos gritos, aquel lamento, eran tan reales como él mismo.
Un escalofrío recorrió los vellos de su nuca, su oído se aguzó hasta tal punto que podía oír el crujir de cada tabla de aquel caserón, el viento golpeando las ventanas y su corazón en un ritmo frenético.
Corrió hacia las escaleras, bajando de dos en dos los escalones, ahogándose con su propia respiración. Cuando descendió de un salto los últimos peldaños, contempló aterrado cómo la puerta principal se había cerrado de nuevo. Sin saber muy bien lo que hacía, aporreó el oscuro ébano con sus temblorosas manos, gritando con cada golpe, uniendo voz y músculo a un tiempo. Sintió cómo la sangre se agolpaba en sus brazos, cómo ya no le respondían las piernas. Retrocediendo unos pasos, buscó otra salida. Lo intentó con una de las puertas del vestíbulo, en vano. Se maldijo a sí mismo y maldijo a ese cobarde de Javi, que como bien sabía, no habría buscado la más mínima ayuda. Sólo le quedaba aquella tercera puerta del vestíbulo; al volverse, la halló abierta, atisbando lo que parecía ser la cocina. Avanzó unos pasos y… se detuvo.
La cocina no estaba vacía.
El rostro de Pablo adquirió el pálido color de la cera (sudando como tal), su respiración se hizo un susurro entrecortado, y antes de que pudiese darse cuenta, había vuelto a la habitación del piso superior, la habitación del ala oeste. Cerró de un portazo.
“No puede ser, no puede ser” – se repetía Pablo una y otra vez junto a la ventana.
Su mirada bailaba de un lado a otro: la ventana, la puerta, la ventana, la puerta…
La calle permanecía vacía, más oscura a cada instante. La puerta, con los restos de aquel viejo pomo, podría abrirse en cualquier instante, sólo bastaba un soplo de mala suerte.
El lento chirriar de los goznes fue poco a poco insinuando que la puerta se abría. De un salto, Pablo agarró el enorme espejo entre sus manos y lo colocó sobre la entrada, inclinándolo un poco para evitar que se abriese.
Volvió de nuevo a la ventana y trató con todas sus fuerzas de abrirla, pero no cedía un ápice; entonces trató de romper el cristal, estrellando incluso su cabeza contra su propio reflejo.
“Esto no está pasando – gritaba Pablo en lo más profundo de su mente – no es más que una pesadilla muy real.”
Trató entonces de recordar aquel día, ¿realmente se había despertado? ¿Había tomado el autobús? ¿Asistido a las clases? Sabía que así era, pero su miedo lo negaba.
Se sentó en el suelo, apoyando su mochila contra la pared con tal fuerza que varios libros querían incrustarse en su espalda.
“No era ella, no era ella porque no era nadie, nadie. Es sólo que con el miedo la he visto, pero no era ella, no puede ser ella.”
Sin saber qué hacer, la noche se le vino encima. Apenas parpadeaba, sus manos habían pasado del temblor propio del miedo a la rigidez que todo terror provoca; el espejo seguía allí, como reflectante guardián de la puerta. Si él había podido cogerlo con tanta facilidad, ¿qué impedía que alguien entrase?
“Pero es que nadie va a entrar, porque no hay nadie” – se repetía Pablo.
Cuando el terror ya formaba parre de su ser como lo eran sus brazos y piernas, empezó a pensar, a buscar una salida, algo de ayuda.
“Hoy ha sido el mejor día para no traer el móvil a clase” – pensó.
Si esperaba a que amaneciese podría ver mejor, podría probar todas las puertas y ventanas, algo se le ocurriría.
Sin embargo, lo que lo retenía, lo que lo mantenía inmóvil frente al espejo, no era el anciano desaparecido, ni siquiera la idea de estar encerrado; lo que hacía que sus poros supurasen miedo era el hecho de estar cada vez más seguro de haberla visto.
Sin duda tenía que estar allí, ella lo había encerrado, estaba tomando venganza.
“Pero ¿por qué? – pensaba Pablo - Todo fue un accidente, un horrible accidente”.
Las imágenes se aglutinaban en su mente, como gotas de lluvia en una tormenta: la habitación, la ventana abierta, el golpe, la sangre, los gritos, el frío, su hermana.
Él lo había lamentado tanto como cualquier otro, nadie podía culparle.
Era cierto que no había llegado a tiempo, que un solo instante hubiese bastado para sostenerla, para que, siete años atrás, nada hubiese sucedido. Pero era muy pequeña, sólo cinco años, y esas cosas pasan. Sí, todo el mundo sabe que esas cosas pasan, que los niños, por ser niños, juegan sin ver el riesgo, abren alguna ventana y creen que pueden volar. ¿Cuántos casos se han dado de niños pequeños que mueren en casa por un accidente? Muchos, seguro. Y por supuesto él no pudo hacer nada, le hubiesen faltado segundos; al menos lo intentó, lo intentó con toda su alma. Entonces ¿para qué todo aquello? La única culpable era ella, había sido una imprudente, una niña malcriada a la que le dejaban hacer cualquier cosa. Es normal que pasase, lo extraño es que hubiese tardado tanto en ocurrir.
“¿De verdad?”- pensó Pablo.
Cerró un instante los ojos, para pensar, y miró de nuevo al espejo.
Desnudas sus formas de los últimos brillos del crepúsculo, la habitación se vistió rápidamente con la luz de las farolas.
-¿De verdad?- dijo entonces en voz alta sin percatarse siquiera de ello- ¿fue así como ocurrió? ¿exactamente así?
Es curioso cómo, cuando deseamos olvidar algo con todo nuestro corazón, el tiempo nos lo entierra en la memoria, con una tierra fresca y recién movida que nos indica que ahí tenemos un secreto oculto, un recuerdo que nos engaña y nos hace dudar sobre la verdad. Sin embargo, el engaño puede surgir un día, obligarnos a recordar y arrancarnos una falsa exclamación de sorpresa. Por un tiempo nos habríamos engañado a nosotros mismos ¿no?
Tras unos momentos de silencio, el reflejo de su reflejo contestó:
- Sé lo que pasó aquel día, pero no fue mi culpa, no del todo.
>>Era una niña mimada, estúpida, que había llegado de pronto. Yo entonces no fui más que el otro, el estorbo. Y por un tiempo no me importó, lo soporté cada día lo mejor que pude… perro es que ella era tan… más que cinco años parecía tener cincuenta, era demasiado lista. Lo conseguía todo sin importarle las consecuencias; y sé que es una locura hablar de consecuencias a una niña de cinco años… pero ella lo sabía, era demasiado lista.

Como en un puzle, los recuerdos encajaron pieza por pieza, y Pablo se vio a sí mismo aquel día, entrando en la habitación de su hermana, sólo para hacerla rabiar tirando sus muñecas al suelo.
“Era todo un juego” –pensó.
Pero entonces ella comenzó a gritar, corriendo hacia la puerta; él la agarró del brazo, ella tropezó. Algo se había roto, un sonoro crack le atravesó el oído, haciendo que el pánico campase a sus anchas. Entonces ella comenzó a gritar aún más fuerte, con el rostro bañado en lívidas lágrimas.
¿Qué ocurriría entonces? ¿Cómo podría explicarlo? Su cuerpo ya no le respondía, había perdido el dominio de sus acciones, no pudo pensar a tiempo porque todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos: la ventana abierta, un fuerte golpe… nada.
“Pero no fue mi culpa –pensaba Pablo- no sabía qué hacer, cualquiera hubiese hecho lo mismo”.
Entonces comenzó a llorar y a tiritar nerviosamente sin despegar su mirada del espejo: ahí estaba él, en aquella mansión sin salida de la calle Retorno, ahí estaba la ventana que daba al mundo exterior, y allí, en la ventana, podía ver reflejada la habitación del ala oeste: la mecedora, el armario y, a través del espejo, la puerta abierta. De pie en el oscuro pasillo estaba ella con sus ojos fijos en Pablo.

***

“¿Cuánto tiempo ha pasado ya? ¿Cuántas primaveras e inviernos en esta maldita casa?”
“Cincuenta”- se recordó Pablo a sí mismo.
Marcado por los años, su rostro no era el que fue, sus arrugas nuevas le hacían parecer más viejo, y su cuerpo demacrado aún sostenía en su espalda la vieja mochila de entonces.
La calle, como cincuenta años atrás, seguía vacía, desierta…
Y entonces, entre la luz anaranjada de la tarde, advirtió una figura en la acera de enfrente, más allá de la calle: un joven caminaba despacio, parecía hablar solo, y con las manos en los bolsillos de su chaqueta alzó la vista al caserón.
Haciendo acopio de todas sus fuerzas, Pablo golpeó el cristal y gritó cuanto pudo. Aquel chico parecía haberle visto. Dijo algo y corrió cruzando la carretera.
“Al fin –pensó Pablo- después de cincuenta años”.
Entonces todo vino a él en un destello y dejó de golpear la ventana.
- ¡No entres! –gritaba al joven que atravesaba el jardín- ¡No, no entres! ¡Vamos, vete, fuera!
Escuchó sus pasos en la escalera, y volviéndose hacia la puerta gritó:
- ¡No lo hagas! ¡No entres! ¡No…!
La puerta se abrió con un golpe sordo y Pablo entró en la habitación del ala oeste.
Una mecedora, un armario sin puertas y un espejo eran el único mobiliario.
No había ni rastro del anciano por ninguna parte.


Juan Manuel Díaz Ayuga