domingo, 9 de enero de 2011

En aquel rincón

Lo único alegre que llevo hoy son los calcetines de colores que me regaló mamá. Las zapatillas y el jersey de lana me quedan grandes. Pero eso, ahora mismo, da igual. Es más, ojalá fueran más grandes y pudiera hundirme en ellos, agachar la cabeza y esconderla bajo el candor de la lana. Y sacaría una de mis mayores sonrisas y diría: ¡Adiós muy buenas! Y sin más dilación, escondería la mirada tibia entre las hebras.

Pero todo aquello era fantasía. Mis ilusiones -siempre vanas- se quedaban ancladas en ríos congelados, mientras yo, alejándome en tierra, les decía adiós con la punta de la nariz colorada. Eso era todo, una y otra vez. Perdería el tiempo en explicar la multitud de peripecias que he hecho a lo largo de mi vida por tal de salvar estos trocitos de luz que hoy caen, como polvo, sobre mis pies coloreados. Darle este toque épico los hace ser más asombrosos de lo que realmente son –quizás, más asombrosos de lo que yo quisiera-. Este es el tono legendario que hay que otorgarle a la narración de mi regreso al rincón.

Yo no quería, no fue mi intención, volver al rincón fue casi una orden del mundo, del cielo, de los astros… de mí. Tenía que hacerlo. No podía soportar tanto frío, y en aquel rincón parece que se sobrelleva de otra manera. Parece que la forma en ángulo ayuda a la posición circular –cabeza apoyada en rodillas, rodeadas a su vez por los brazos, piernas completamente encogidas-. Es cierto que se me helaba el culo, pero era mi frío, mi hielo. Aquel rincón es la única posesión que tengo, lo único que sé que no se va a ir. Siempre estará allí, esperándome con los brazos abiertos, aguantando mis huesos abatidos, -y si me apuras- aguantando mi alma abatida. Eso era todo. Mi rincón había vuelto y yo, lo único alegre que llevo hoy son los calcetines de colores de mamá.



Laura Díaz-Meco

sábado, 1 de enero de 2011

La galleta de la fortuna

Me dijo que iba a pasarlo mal.
Para entrar tuve que empujar bien fuerte con ambas manos, hasta que el suave crujir de la alfombrilla me permitió el paso.
Estos sitios, de tan iluminados que están, duelen en la retina, y nada ayuda el estridente rosa en un fondo de rojo y oro. Avancé como tímido hacia la barra, que se hallaba una vez pasadas las mesas excesivamente decoradas y los árboles de cartón piedra.
- Sí, un menú para dos –dije. Y se fue adentro con la sonrisa aún en los labios.
Como tardó algún tiempo, pude tamborilear en el mostrador mientras pensaba en ella.
- Vas a pasarlo mal – me dijo.
Giré la cabeza lentamente hacia aquel acento entre chino o coreano.
- Vas a pasarlo mal – me repitió.
Dudé unos instantes si era a mí a quien se refería. Con un único vistazo al restaurante vacío pude saber que así era.
- Sea como sea – agregó – vas a pasarlo mal.
No había levantado siquiera el rostro para mirarme, pero estuve totalmente seguro de que era a mí a quien hablaba.
Desmenuzaba mecánicamente entre sus dedos los restos de una galleta, dejando que su vista se perdiese más allá del mostrador.
Abrí la boca para preguntarle algo, quizás para saber si era a mí a quien hablaba, o si hablaba solo, pero pensé que lo mejor sería no decir nada y salir de allí en cuanto hubiese pagado.
“¿Voy a pasarlo mal?” – pensé. Volví a mirarlo fijamente, esperando que acabase su trabajo con los restos de los restos y me explicase de una vez por todas por qué iba a pasarlo mal.
Pero él siguió con su tarea de pulverizar la galleta, y además, creo que en realidad no se dirigía a mí.
Así que una vez hubo llegado la comida en unas bolsas de plástico blanco, le pagué al tipo de la sonrisa, preguntándole con la mirada quién era su compatriota el de la galleta.
Casi me pareció una especie de soborno, pero aún así el tipo de la sonrisa no quiso responderme.
Hice un gesto con la cabeza como dando por zanjado el asunto, y en un último vistazo, vi cómo, al deshacer el camino hacia la puerta, el tipo de la galleta clavaba sus afilados ojos en mí, desmenuzándome por dentro.
Me sentía extraño, como si no fuese yo el que llevaba las bolsas con la comida del menú, ni el mismo que caminaba en dirección a aquel banco del campus.
“¿Realmente iba a pasarlo mal?” – pensé por enésima vez.
Sabía que si le daba tanta importancia a aquella sentencia lapidaria era porque era cierta. Yo ya sabía que iba a pasarlo mal, y aquel que llevaba las bolsas de camino al campus lo sabía mejor que yo.
“Es inevitable”- pensé.
Sí, siempre es inevitable, hiciese lo que hiciese, el resultado sería el mismo: iba a pasarl…
- Hola – me dijo.
No me había dado cuenta de que ya había llegado, pero aún así sonreí casi por instinto, porque era así cómo reaccionaba; siempre sonreía delante de ella, guardándome para mí la razón de por qué lo hacía.
Ella me notó raro. Lo supe porque arrugó los ojos y se les unieron demasiado las cejas. Era así cómo sabía que ella notaba que estaba raro.
Sin embargo no me preguntó; ni entonces ni en las dos horas siguientes, quizás porque nos habíamos pasado el tiempo riéndonos, sin pensar en nada. Pero en realidad yo sí había pensado mucho, y parecía que ella también, porque cuando dejamos de reírnos su semblante se puso serio y dejó de mirarme. Yo sé por qué lo hacía. Yo sé que ella esperaba una confesión de amor o algo por el estilo. Y la verdad es que yo estaba deseando dársela. Pero ella…
- Mañana me marcho – me dijo.
Lo dijo como si yo no lo supiese, como si no me importase que se fuera para no volver a verla más. Por eso me molestó que lo dijera, porque yo ya sabía que no la volvería a ver nunca más, y que si le decía algo así como que la quería, sufriríamos mucho más la separación, o quizás lo mismo.
Entonces ella me miró como anhelando que se lo dijera, como pensando que si se lo decía no dolería tanto la pérdida, que tendríamos al menos una última foto de recuerdo.
No importaba lo que dijese entonces, porque yo ya lo sabía, ya sabía que era inevitable, y por eso me molestó tanto, por eso me fastidió que me lo dijese aquel tipo que estaba desmenuzando la galleta, porque yo ya sabía que, fuera como fuese y dijera lo que dijese, iba a pasarlo realmente mal.



Juan Manuel Díaz Ayuga