viernes, 19 de agosto de 2011

De lo que se reía el loco

Cuando esta mañana volví a ver al loco a la salida del metro, no tenía la más remota idea de lo que años más tarde comprendería sin duda.
Estaba como siempre, de pie ante las escaleras mecánicas que lo metían a uno bajo tierra, contemplando aquel prodigio del hombre como si fuese la misma boca del infierno, por la que tarde o temprano habría de salir el diablo a reclamar su alma de loco. En esa postura sosegada, con la columna inclinada al vacío como una caña de pescar, los brazos completamente muertos en las mangas de un chaquetón enorme de color aparentemente verde, sus barbas negras bajo unos cabellos de tirabuzones negros, y un rostro que era sucedáneo de la gitanía, parecía un Papá Noel de Oriente o un ilustre sultán de Occidente.
Los sevillanos que cada día pisaban la Avenida de la Constitución y doblaban la fuente de Puerta de Jerez lo conocían como el loco de la risa; porque a diferencia de otros locos, como el que hablaba con su sombra acerca de la imposibilidad de las gatas de cambiar de marido gato, o el que montaba en burro de algodón a plena luz del día, nuestro loco se reía. Todo comenzaba con un trote de sonrisas en los ojos, hasta que, horas más tarde, se hallaba en medio de un frenético galope de risotadas tras risotadas que nadie se atrevía a molestar. Decían algunos que con aquella tormenta de carcajadas el loco se masturbaba el alma.
Yo jamás quise opinar al respecto porque en realidad no tenía ni idea de cuál era el origen de la risa. Un amigo mío, estudiante de música en sus escasos ratos libres y que habría de convertirse por fuerza de ingenio en el mejor médico del mundo, me dijo una vez, mientras lo observábamos junto a las aguas artificiales de la fuente, que la risa del loco emitía unos repetidos acordes en Fa, mientras que el agua de la fuente producía, con ritmo semejante, los mismos acordes pero una octava más aguda. Tampoco aquella explicación llegó a convencerme del todo, quizás porque el loco era demasiado sencillo como para tal complejidad armónica.
Su vida se basaba prácticamente en reír y dormir, pues comiendo, lo que se dice comiendo, nunca lo vi, y llegué a la conclusión de que su risa sería comestible, como también sería la de los pobres si tuviesen ganas de reírse.
Como a veces me daba por seguirlo, seguro de que para él yo no existía, lo encontraba probando sus uñas dentadas en las cerraduras de varios edificios, probándolas todas y riéndose si se equivocaba, hasta que finalmente conseguía entrar y pasaba allí la noche. Quienes alguna vez lo vieron dormir decían tener la sensación de que el loco soñaba con un loco que se reía, pues cuando el viento cesaba de limar las ventanas, se podía escuchar una risilla de pensamiento. Todo acababa cuando algún vecino echaba al loco a patadas, quejándose para sí de que con tanta risotada uno no podía regocijarse en su propia tristeza.
A pesar de mis continuas indagaciones nunca llegué a saber por qué se reía el loco: hasta hoy.
Me quedé muy quieto, tratando de no hacer ruido cuando lo vi esta mañana en la salida del metro; pues el loco no se reía. Ambos estábamos solos, y el loco no hacía si quiera intentos de romperse en una metralla de carcajadas. Así que esperé varios minutos con el corazón apagado para evitar que me delatara; y entonces su mirada se volvió cada vez más pequeña hasta que no pudo aguantar la risa. Yo alcancé a soltar un largo suspiro mientras me sentía arrollado por un rebaño de hombres y mujeres que surgían de las escaleras mecánicas. Una lucecita se encendió en el abeto de mi cerebro: el loco se reía, se reía y se ahogaba en risa porque se estaba riendo de nosotros.
Por eso es que hoy, en cuanto pude poner un dedo sobre el teclado de mi ordenador, empecé a compartir mi increíble hallazgo acerca del loco.
Pero yo aún no sabía lo que, muchos años después, en una Sevilla, que conservaría de lo que había sido únicamente el nombre, se me revelaría: el eco de una carcajada en la comisura de mis labios, caminando por una avenida que en un tiempo desembocaba en ayuntamiento y en fuente.



Juan Manuel Díaz Ayuga

Un hombre diminuto cabe en una gota de sangre

Aquella era la última de las bolsas de sangre que tenía que analizar aquel día. La sentí cálida entre mis dedos, así que jugueteé un poco con el espeso tacto del plástico hinchado. La sangre correteaba muy lentamente en aquella pequeña almohada transparente.
“Vamos allá” pensé, y extraje una única gota de sangre que podría caber en la abertura que un alfiler abre en la yema de un dedo.
La encerré cuidadosamente entre dos láminas de cristal y la gota comenzó a hacerse más grande, más redonda y más roja.
Ajusté mis ojos al visor del microscopio y comencé la búsqueda de cuerpos extraños. Nada, estaba limpia, dos glóbulos rojos giraban sobre sí mismos a ritmos diferentes, y a la vista los noté blandos y voraces. En uno de aquellos giros algo quedó al descubierto: un hombre muy diminuto flotaba sin sentido entre los enormes glóbulos rojos.
Volví a ajustar el visor. Allí estaba, vestido como iría vestido un hombre diminuto en una gota de sangre entre dos glóbulos rojos que bailan sin cesar. Me separé del microscopio al instante y me llevé una mano al pecho.
Había un hombre diminuto en una gota de sangre.
Revisé todo tipo de historias en mi cabeza, de imposibles y religiones en las que no creía; pero cuando mis pupilas se perdieron en el rojo pegajoso de la sangre, el hombre había despertado, y braceaba como loco por un poco de oxígeno. Se estaba ahogando en sangre y yo no sabía qué hacer para salvarle, así que observé, con los párpados besando la boquilla del visor, cómo el hombre más diminuto del mundo moría por no respirar nada más que una sangre casi sólida. Pensé que las fuerzas deberían fallarle de un momento a otro, y que era inevitable que se perdiese en aquel mar de sangre. El hombre aún persistía en su lucha sin sentido cuando uno de los glóbulos gigantes se acercó a él lentamente y lo devoró de un único bocado.
Solté bruscamente el microscopio y comencé a boquear en busca de aire. Todo lo que pude conseguir fue un intenso aroma a hierro; sin duda podía notar la sangre flotando en el aire, diluida en mis pulmones, inundando mi gusto, mi olfato y una mezcla de ambos.
Siguiendo aquel rastro de sangre en el aire me giré por completo.
El hombre diminuto se hallaba a pocos centímetros de mí, embadurnado por completo en sangre, en aquella sangre pestilente que me estaba ya calando los huesos.
No me dio ni siquiera la oportunidad de explicarme; me agarró fuertemente la muñeca y en un movimiento que no pude percibir, comenzó a inyectar uno de mis dedos en una de las venas de su antebrazo.
Cuando ya no vi mi mano, mi codo, mi hombro… nada, todo empezó a volverse espeso y me sentí plastificado en densa gelatina roja.
Segundos antes de ahogarme en su sangre, supe que un hombre diminuto puede caber en una gota de sangre.



Juan Manuel Díaz Ayuga