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Yo también quise una vez escribir los versos más tristes esta noche, pero resultaba que era de día y además, no te había perdido. La terraza irradiaba luz y levantaba el viento a las cortinas como la primera mano a la primera falda. Los pájaros volaban juntos, ala con ala, parecían abrazarse en la ingravidez. Después de mirar al cielo, ahí estabas tú, apoyado en la barandilla. Iba a acercarme a ti, pero preferí no mover ni un solo músculo y contemplarte a la distancia, como si estuviera escondida, espiándote. Tus brazos recogidos y tu espalda inclinada me dieron la idea de mover un pie hacia adelante, y luego el otro, y de nuevo el anterior, así hasta llegar a acomodarme como una pluma en tu hombro izquierdo. Hoy no me pienso mover de aquí, dije. Tanto es así, que llueva, diluvie, nieve, la ventolera queme mis ojos o el sol seque mis ideas, siento tu calor justo debajo de mi oreja, donde guardo mi silencio.
Yo también quise una vez escribir los versos más tristes esta noche, pero resultaba que era de día y además, no te había perdido. La terraza irradiaba luz y levantaba el viento a las cortinas como la primera mano a la primera falda. Los pájaros volaban juntos, ala con ala, parecían abrazarse en la ingravidez. Después de mirar al cielo, ahí estabas tú, apoyado en la barandilla. Iba a acercarme a ti, pero preferí no mover ni un solo músculo y contemplarte a la distancia, como si estuviera escondida, espiándote. Tus brazos recogidos y tu espalda inclinada me dieron la idea de mover un pie hacia adelante, y luego el otro, y de nuevo el anterior, así hasta llegar a acomodarme como una pluma en tu hombro izquierdo. Hoy no me pienso mover de aquí, dije. Tanto es así, que llueva, diluvie, nieve, la ventolera queme mis ojos o el sol seque mis ideas, siento tu calor justo debajo de mi oreja, donde guardo mi silencio.
Laura Díaz-Meco