sábado, 11 de agosto de 2012

¿Qué me deparó el futuro?

Rosario Belmonte tenía el maravilloso y poco común poder de adivinar el futuro una vez que éste ya había ocurrido. Ella misma pensaba que adivinar el futuro, así como así, sin que éste hubiera llegado a suceder, era algo fácil e inexacto que cualquiera podría intentar. Pero el fino arte de conocer de antemano el futuro cuando éste ya formaba parte del pasado, era un don que sólo unos pocos, y quizás solamente Rosario Belmonte, eran capaces de desarrollar.
Manchega de nacimiento, pero con un fuerte acento castellano adquirido en Valladolid, Rosario se crió en un humilde pueblecito que ya ni siquiera internet se molesta en recordar. Su padre, capitán de artillería durante la Guerra Civil, murió en 1936 sin saberse realmente en que bando militaba, pues la calurosa tarde de julio en la que se marchó a la guerra sin ni siquiera esperar a que estuviese listo el almuerzo, dijo que se iba a luchar, olvidando decir para qué. Sería la propia Rosario la que sesenta años después adivinase, a través de sus cartas, que su padre había muerto luchando en el frente. Tal era el don que poseía.
Cuando en el pueblo nacía un varón, ella consultaba sus cartas y afirmaba diciendo:
-Lo sabía, era niño.
Si alguien moría después de una larga enfermedad, Rosario apenas necesitaba ojear su baraja para saber que en efecto había muerto.
Pronto los rumores acerca de los extraordinarios poderes de Rosario se difundieron por la Mancha, y la llevaron a protagonizar diversos programas nocturnos en Toledo, Valladolid y finalmente en Madrid, donde pudo poner a prueba sus artes adivinatorias. Para dichas artes Rosario no utilizaba cartas del tarot como el resto de sus compañeras nocturnas, sino que en su lugar, leía el futuro ya pasado en unas viejas cartas de póker de su padre a las que les faltaba el as de corazones, lo que era razón más que suficiente para que Rosario jamás se atreviese a atender casos de amor.
En sus últimos años en televisión, Rosario comenzaba a notar los achaques de la edad, unos setenta y cuatro años maravillosos, según decía la propia Rosario, pero que le habían dejado unos huesos dominados por la artrosis y una tensión con altibajos constantes. Llevaba a cada programa sus eternas gafas de vidrio canela, el pelo petrificado por la laca, el excesivo maquillaje de colores, los dedos embutidos en anillos de oro, y las muñecas enroscadas en pulseras de bisutería. Al cortar una y otra vez la baraja, Rosario alzaba la esquina derecha del labio superior, agitando la cabeza en una imperceptible negación mientras repetía "La salud de Tauro, dime ¿mejoró la salud de Tauro?" o " La muerte de Sagitario, dime, ¿estuvo la muerte sobre Sagitario?". Y así, a través de sus cartas y conjuros, noche tras noche, Rosario adivinaba el futuro una vez que éste ya había ocurrido, sin equivocarse jamás.
Si alguien le preguntaba:
- Rosario, ¿crees que saldrá bien la operación?
Ella respondía:
- Mira cariño, esas cosas no se pueden saber, llámame después de la operación, que para entonces habrán hablado las cartas.
Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo y los poderes de Rosario eran cuestionados cada vez más por los más escépticos, la vidente manchega iba cediendo al cansancio hasta que decidió retirarse a su pequeño apartamento de Vallecas en el que la redondez lánguida de sus formas fue poco a poco desapareciendo, haciendo de Rosario un saco ceniciento de arrugas móviles.
Alguien como Rosario, que había logrado adivinar el futuro ya pasado de tantos a través de sus cartas, no podría llegar a intuir su propia muerte en la soledad de su sillón grana, hasta sólo instantes después de haber fallecido.
Pero hasta entonces, el destino aún le deparaba unos años llenos de misterios en su solitario piso de Vallecas, algo que por supuesto, la vidente manchega Rosario Belmonte aún no podía saber.



Juan Manuel Díaz Ayuga

viernes, 10 de agosto de 2012

La fuerza del lago

Éste del que hablamos era un lago como cualquier otro, o quizás no, quién sabe. Lo que lo hacía distinto, si alguna distinción había, eran sus aguas, no su tamaño o su caudal, sino sus aguas.
Cuando los niños se acercaban a sus orillas, los primeros días de verano al salir de la escuela, a lanzar piedrecitas a la superficie, éstos descubrían asombrados que el lago no se movía. Las piedrecitas chocaban, rebotaban o quedaban eternas en el ondear de sus aguas, sin hundirse un ápice.
Y si otros, vestidos con sus bañadores a rayas, trataban de hundir sus cabecitas en el frescor que creían adivinar, encontraban sus rostros aplastados contra las olas, sus mofletes desinflados, pero sin lograr jamás provocar la más mínima alteración en el movimiento natural de las aguas del lago.
Se iban los niños y aparecían pequeñas fochas, patos, y hasta un ganso solitario huído de algún corral. Por más que agitaban sus torpes patas en la superficie, o caían una y otra vez sobre sus ondulaciones, éste se mantenía inalterable a sus continuos graznidos, que parecían suplicar por un poco de agua. El lago, como queda dicho, no se movía.
El viento que una tarde soplaba desde el oeste, amenazando con someter bajo su invisible potencia al álamo más valiente, no era capaz, ni una sola vez, de alterar la más superficial de las aguas del lago, éste ondeaba a placer su ritmo natural y eterno.
Cuando el sol alcanzaba el cénit de las doce en los calurosos días de verano, y miraba al lago sin parpadear, imprimiendo un calor extremo al aire que patinaba sobre el agua, ésta no se evaporaba, quizás jamás se calentó, o si lo hizo, fue por propia iniciativa del lago.
Niños, aves, viento y sol, ni uno en su eterno afán de modificar la voluntad del lago, fue capaz de conseguirlo.
Ésta, como queda dicho, era su fuerza. Quién sabe si algún día será también la mía propia.



Juan Manuel Díaz Ayuga

jueves, 9 de agosto de 2012

Último recuerdo

Después de anoche, ella se olvidó sobre mi cama aquella blusa amarilla con puntitos negros. Aún puedo oler el calor que emanaba su cuerpo. Esto sí que es literatura.


Juan Manuel Díaz Ayuga.