domingo, 23 de junio de 2013

El árbol

Porque el árbol, que alza sus ramas al cielo del mediodía y abre de par en par el verde de sus hojas al sol, ese árbol, que dispara pájaros azules al aire, ese árbol, tiene raíces. Mientras despereza sus miembros, extendiendo sus finos dedos, desgranando sus hojas, inocente, con el correr del viento, sus entrañas se desparraman en raíces oscuras que crecen y se abren en la noche de la tierra. El árbol, que dora su espalda de cocodrilo al sol, que regala reflejos enanos de luz que se posan en la pupila de los pájaros azules, ese árbol, cubre de sombra la tierra, una sombra que se desliza entre terrones, que se derrama cada vez más líquida, oscura y sin luz, como agua o como sangre que lo alimenta.
Pero ese que no es árbol, también tiene, en su cielo de barro, hojas que no se ven. Y en su tierno tronco oscuro, a veces se sientan los muertos a leer un libro o a escuchar el canto de las lombrices bajo tierra, y que a veces, revoloteando se les posan en sus manos cadavéricas para que les den unas migas de azufre.
Ese árbol, que alza sus raíces al cielo opaco y secreto de la tierra, que retuerce sus garras entre nubes de piedra y que desgrana su piel de madera con el correr del agua, ese árbol, tiene ramas.

Asoma su cabeza una lombriz al sol de la tarde, y un pájaro azul se la cercena.


Juan Manuel Díaz Ayuga