Esperamos que disfruten de nuestros textos tanto como nosotros disfrutamos (o nos torturamos) haciéndolos.
sábado, 14 de agosto de 2010
Despedida
Todas las palabras
Colores
Y sonrisas
Caen por el precipicio de la amargura
Estrellándose contra el olvido.
(Laura Díaz-Meco)
lunes, 2 de agosto de 2010
Soliloquio de luna
Yo todavía guardo tu foto encima de la mesita de noche.
(Laura Díaz-Meco)
domingo, 1 de agosto de 2010
Las fiesteras
porque solo las veías los viernes.
Se te iluminaba la cara cuando las veías aparecer,
por la vía Venus,
calle arriba.
Jugabas primero en la plazoleta
y luego te aventurabas al misterio.
Camino recto con dos bocacalles.
Salían dando tumbos,
asfixiadas del local de siempre.
Te miraba y sonreías.
Ahí estaban
donde las dejaste.
Las veías desde lejos,
te gustaba contemplarlas distantes.
A veces ni se daban cuenta de que las mirabas.
En el reencuentro
las abrazabas
hasta ahogarlas en su propia risa.
(Por Laura Díaz-Meco)
El bosque de Blancanieves
(Por Laura Díaz-Meco)
El baile de máscaras
Todo se desdibujaba en un ambiente vaporoso, etéreo, de una ingravidez que adormece. Aún hoy diría que todo fue un sueño si no fuese porque todavía sigo despierto. Me hallaba quizás en el centro de un salón sin límites, de pulida madera entrecruzada, sobre la que cientos, quizás miles de personas fingían una lenta danza. La música que debía dar cuerda a aquel baile, brillaba por su ausencia. Era sin embargo el más absoluto silencio el que reinaba la escena, el que robaba los pasos de bailarines, acallaba las voces de mi pensamiento y calmaba los latidos de mi pecho. No recuerdo en qué preciso instante mi cuerpo comenzó a moverse, a encajar aquel nuevo engranaje en ese reloj de movimientos. Nadie parecía tocarse, aunque en ligeros vaivenes de manos los dedos se buscaban unos a otros, recorriendo suavemente el calor de la estela que dejaban. Quise dejarme llevar por un misterioso aroma que destilaban los presentes, pero enseguida fui consciente de que no cabía más posibilidad que esa. Me hallaba como hechizado, muy fuera de mí mismo pero dentro de aquel cuerpo de aire, que giraba cada dos pasos, avanzaba y retrocedía sin llegar a pisar el suelo.
La serenidad que me envolvía me había impedido hasta entonces contemplar a mis acompañantes. Todos, sin excepción, llevaban puesta una máscara. Lo que más me sorprendió fue que a pesar de ser diferentes, todas se parecían. Brillantes rostros de porcelana en los que se dibujaban vívidas sonrisas, un cierto tono sonrosado, delgadas cejas de negro azabache, y unos ojos de cristal que encerraban en su mirar una infinidad de colores. Otros eran rostros gravemente severos, de marcado mentón y alzados pómulos, otros dulces y delicados, impasibles algunos, y de entre todos unos pocos eran lisa y blanca porcelana (quizás, pensé, necesitan una mano que los dibuje o enseñe a dibujarlos). Pero los que más me gustaban sin duda eran los que lloraban, los que marcaban sus mejillas con una o varias lágrimas de frío marfil, y que si bien nacían en sus ojos, (ya en el derecho o el izquierdo) no caían jamás al suelo. Era una eterna condena a lo mismo. Como entonces no supe, sigo hoy sin saber cómo nacían aquellas máscaras. ¿Acaso eran un regalo, de padres, amigos? ¿O quizás eran un artefacto propio, consciente o inconsciente? En realidad lo que importaba era que todas respondían a un deseo propio, o a un propio engaño.
Si eran felices o no, ¿cómo saberlo, si aquellos ojos de cristal, hermosas lunas de rojo atardecer algunos, sólo mostraban el reflejo de quien se atrevía a mirarlos?
Poco a poco mi cuerpo se detuvo y mis pies se posaron sobre el leve reflejo de la madera. Cuando quise darme cuenta, todos a mi alrededor habían arrojado sus máscaras. Quedaron bocarriba, con sus ojos de cristal mirando al cielo.
No puedo negar que me asusté, sorprendí, enfurecí y decepcioné.
Había mujeres de profundas ojeras moradas y azules, que servían de entrada a cavernosas cuencas oculares. Los ojos eran negros, diminutos, coronados de secas pestañas y escasas cejas. Algunos de ellos tan juntos que parecían un único ojo. Narices grandes y bulbosas los hombres, roídas quizás por alguna que otra enfermedad indeseable; otras eran afiladas, delgadas como dardos venenosos. Al girarme no veía más que chicas de morritos pequeños y arrugados, con dientes montados unos sobre otros, en una inútil carrera de abandonar aquellas bocas que no destilaban precisamente perfume. Competían jóvenes de ambos sexos por cúal tenía el más horrendo bigote; los unos no tenían más que incipiente pelusilla, las otras negras escarpias en la barbilla que, con afiladas uñas entre negro y rojo, arrancaban en rápidos pellizcos.
Abundaban las orejas de soplillo o aquellas demasiado pegadas al cogote, el pelo enmarañado y sucio, la frente perlada de un sudor denso y los cuellos llenos de granos la mayoría.
Estaba paralizado, incómodo entre tanta mentira y sobrecogido por el desenmascaramiento de la vida y su rostro libre de engaños, de apariencias y artificios. No pude evitar lamentarme de no haber sido capaz al menos de intuir la farsa, de haber sido tan ingenuo de bailar al son de la apariencia.
Entonces alcé la mano y sostuve bien mi máscara contra mi rostro, evitando que cayera. Me fui con paso firme.
No sabría al menos la vida, qué se escondía tras el cristal de mis ojos.
(Por Juan Manuel Díaz Ayuga)
Historia de un cautivo
“Un día más –pensó- dame un día más en esta torre y me volveré loco”.
Cubrió con el harapo habitual su calendario particular, en el que, si el tiempo o su cabeza no habían fallado un solo día, aparecían mil setecientas ochenta y nueve marcas, lo que equivalía a unos cuatro años y medio. Cuatro años y medio pudriéndose en una torre en medio del desierto, en algún lugar de Argelia. Una ventana de gruesas rejas era su única conexión con el mundo, con un mundo de temperaturas extremas y un infinito mar de arena blanca, que en ráfagas volaba hasta su estancia cubriendo a veces el suelo.
Recordaba perfectamente cómo había sido capturado por un galeón turco, y cómo, creyéndolo un alto mando del ejército, lo habían encerrado en aquella prisión a la espera de un rescate que jamás llegó y probablemente nunca llegaría. Él no se merecía una tortura como aquella, y habría dado diez veces su vida por volver a ser libre, por sentir incluso aquella arena del desierto deshaciéndose entre sus dedos. Habría hecho cualquier cosa por ser el hombre que era.
***
Al despertar, Alonso pensó: “Hoy es el día”. El día en el que al fin, tras meses y meses de fraudulentos negocios con los que pagar todo lo indispensable, podría rescatar a su hermano. Había reclutado a un grupo de soldados y marineros, algunos veteranos de Flandes, que si bien no eran de fiar, eran lo único que le quedaba. Había mandado construir un barco, el “Persiles”, que esperaba como un dragón dormido en los muelles de Sevilla.
Se vistió sin prisas (si había podido esperar casi cinco años, podría esperar unos minutos más) y se armó un arcabuz y su espada. Cuando llegó, todo estaba dispuesto para partir; y la tripulación ocupaba sus puestos. De lo último que tenía noticia era del secuestro de su hermano en costas catalanas y de su desembarco en Argel, donde probablemente hubiese sido vendido como esclavo. Sabía que sería un duro trabajo que podría costarle la vida, pero para él su hermano lo era todo; incluso en su parecido físico podía entreverse un fuerte lazo de amistad que los unía. Ambos habían servido como soldados en Italia durante varios años, y juntos habían sorteado toda clase de peligros.
“Esta vez no será diferente”-pensó Alonso.
La tripulación constaba de doce hombres: cuatro marineros y ocho soldados, que se hallaban ante Alonso en una rígida fila. Éste no era su capitán ni nada por el estilo, pero era quien les pagaba, y por ello un vínculo aún mayor les unía.
Alonso dirigió su mirada a Cipión y Berganza, dos hermanos veteranos de Flandes, robustos y altos, con un rostro algo más canino que humano. A su lado estaba Sancho, un marinero regordete que se encargaría de las cocinas. Anselmo y Lotario, también marineros y amigos desde siempre; un tal Vidriera, marinero despistado como el que más, y varios soldados completaban la tripulación.
Sin apenas unas palabras de apoyo o de agradecimiento, Alonso ordenó que arriaran velas, y el “Persiles” fue cortando poco a poco las ondas del Guadalquivir, dividiendo su cauce hasta Sanlúcar de Barrameda. Allí dirigieron sus miras a la costa norteafricana, sin detenerse en puerto alguno por temor a una posible emboscada.
Cuando ya divisaban las costas argelinas, una terrible tormenta los rodeó, ciñendo su cinturón cada vez más, hasta que las olas desmenuzaron el “Persiles” pieza por pieza, como expertos armadores, arrojando a sus tripulantes a las inquietas fauces del mar. Sólo nueve consiguieron llegar a la playa, exhaustos y desarmados. La suerte les llevó a toparse con una plaza española en plena costa de Argel, en la que las tropas del ejército español esperaban sin saber cómo evitarlo, una nueva embestida del ejército turco.
Días después de su llegada a la plaza, ésta quedó sitiada por los turcos.
-¿Es que acaso no tenéis con que defenderla? –preguntaba Alonso al capitán al mando.
-Podríamos si nuestro contingente no fuese tan reducido. En una situación como ésta, lo mejor es la rendición o una huída que se me antoja cada vez más inútil.
-¿Cuánto aguantaríamos el sitio?- preguntó un soldado.
-A lo sumo dos semanas- respondió el capitán.
Entonces Alonso alzó la voz para hacerse oír por todos:
-¿Dos semanas? ¿Es ese nuestro tiempo? Pues no veo mayor solución que la de enfrentarnos a los turcos y decidir nuestro destino en la batalla. No he salido ileso de tantas para morir en una plaza sitiada por los infieles. Tal como están las cosas moriremos igualmente, ya sea defendiendo lo que en su día ganó España para sus reinos o contando las migas de pan que nos quedan para morir de hambre. El miedo a la muerte es condición natural en el hombre, pero así debería ser su repugna a la cobardía. Nuestros abuelos se enfrentaron a hordas de musulmanes en las tierras de Granada, y os puedo asegurar que el miedo que ahora alimenta nuestras almas fue el que en su tiempo alimentó las suyas; pero ellos les hicieron frente, empuñaron sus espadas y se lanzaron al vacío del azar. Nadie vendrá a salvarnos, y menos en dos semanas escasas. Es nuestra vida la que corre inquieta por la delgada línea del tiempo, somos nosotros los que tenemos el deber de defenderla, y son nuestras manos las que deben ahogar nuestro miedo y golpear al enemigo. Puede que no haya mañana escrito en el horizonte, pero sí existe un hoy listo para ser realizado.
Los labios de Alonso se cerraron lentamente y quedaron cubiertos por su mostacho. Ante tan altisonante discurso, algunos lo llamaron loco, pero otros, imbuidos por una temeridad irracional, corearon sus palabras y corrieron a las armas.
Horas después la batalla había comenzado y los españoles luchaban fieramente y sin descanso, pero tan inútilmente que sólo algunos quedaron con vida. A Alonso se le había olvidado mencionar que toda batalla requiere una táctica, frialdad en el combate y paciencia; y no una bandada de estocadas al aire por parte de una marea de inconscientes.
A pesar de que la sangre manaba a las puertas de la plaza, Alonso y cinco de sus compañeros consiguieron huir aprovechando la confusión del combate. De entre ellos, Cipión lloraba desconsolado la muerte de su hermano, que no había atendido a sus razones.
Tras días de vagar por el desierto, hasta el propio Sancho había perdido su forma redondeada, aunque no así sus ganas de comer y sus refranes.
Como surgida de las arenas, llegaron a una ciudad, en la que Alonso supo del paradero de su hermano.
-La llaman la “Prisión de la Torre”. –relataba un morisco a Alonso- Allí es donde llevan a los cautivos de mayor rango.
-¿No recuerdas haber visto a uno de ellos con un rostro semejante al mío?
El morisco negó varias veces, sintiendo no ser de más ayuda.
Alonso decidió que al menos sería prudente echar un vistazo, y si su hermano no se hallaba allí, podrían regresar a la ciudad y retomar la búsqueda. Con el dinero que aún le quedaba, compró seis caballos y algunas armas (la prisión sin duda estaría custodiada). Alonso tomó la delantera, y los seis jinetes se adentraron en el insoportable calor del desierto.
***
Aquel día la brisa parecía diferente, la arena otra. Sentado en el suelo, Miguel alzó los ojos hacia la ventana. “¿Caballos?”-pensó. Creía estar escuchando el trote de varios de ellos cada vez más cerca. De un salto se agarró a las barras de metal y apretó sus mejillas contra ellas, en un intento de ver más allá. A lo lejos, rodeados de una nube de polvo, seis jinetes atravesaban a galopadas la arena y se dirigían a la prisión. Miguel no podía distinguir sus rostros, pero algo estaba claro: eran forasteros. Cuando los caballos llegaron, un centinela salió al encuentro, e inmediatamente recibió un arcabuzazo en el pecho. Había sido Anselmo quien lo había comenzado todo. Desde la prisión, Miguel no podía ver nada, pero oía el ruido de armas, las voces, los gritos: ¡¿Miguel, Miguel?!
¡Era su hermano, sin duda era Alonso! Su corazón zumbaba en sus oídos, y sus piernas temblaban de la emoción. Corría de un lado a otro sin poder estarse quieto; sabía que si lo hacía estallaría. Oyó el acero de las espadas, varios arcabuzazos más y pasos que corrían escaleras arriba. Entonces la puerta comenzó a moverse por los golpes y las patadas.
¡¿Miguel, estás ahí?!
Miguel se aproximó lentamente a la puerta y observó a través de una pequeña rendija: no había nada, y lo que era peor, nadie esperaba al otro lado.
Miguel lanzó una media sonrisa al aire y volvió hasta la ventana. En el suelo varios pliegos de papel vibraban inquietos bajo el peso de un tintero y una pluma.
Miguel los sostuvo entre sus manos y leyó algunas líneas: “Al despertar, Alonso pensó: Hoy es el día ”; “¿Dos semanas? ¿Es ese nuestro tiempo?”; “La llaman la Prisión de la Torre”…
Hundió sus dedos en el papel y lo fue desgarrando lentamente, con odio contenido, y un temblor de manos. Cuando ya no fueron más que polvo de tinta y papel, los arrojó a través de los barrotes al incesante viento del desierto, perdiéndose en una miríada de arena blanca.
Llorando se arrodilló en el suelo y se cubrió el rostro con ambas manos.
“No me des, literatura,-pensó- lo que con tanto gusto me arrebatas”.
(Por Juan Manuel Díaz Ayuga)
lunes, 12 de julio de 2010
El narrador
Si el miedo tuviese aliento, sería el que en aquel preciso instante acariciaba el cuello de Elain.
Sus ojos, abiertos de par en par, mirando a la ventana a través del espejo. Así cubría cualquier ángulo muerto de aquella pequeña habitación en la tercera planta de aquella casa de Londres.
Se sentía observada, tan segura de ello que temblaba en cada célula de su ser. Sin despegarse un ápice de su refugio entre las sábanas, observaba a un tiempo ventana y puerta, noche y oscuridad, desconocimiento y duda acechando tras las cortinas.
Pobre Elain, es comprensible su miedo, ese ansia obsesiva de ser observada, de saberte el blanco de algo sin saber el qué ni el dónde. El sentir la irracional duda de no ser la única en aquella habitación; y quizás, en el fondo, hubiese acertado de pleno. Somos tantos los que la observamos; sí lector, tú y yo, y tantos como tú y tantos como yo. No importa cuándo esto ocurra o una y otra vez se repita. La narración, como tal, sólo puede ser posible en magistral conjunción de ambos; antes no hay nada, antes no se es nada, sólo papel y tinta, grabadora y audio, recuerdo y silencio. Pero en este preciso instante lo somos todo, y con una curiosidad insaciable contemplamos a Elain, yaciendo en su cama, casi adivinando sus músculos tensos, agarrotados. Si quisiese, Elain podría estar sentada en una silla, que acaba de aparecer por cierto, o de pie sobre la cama, o bocarriba sobre el techo. Existen diferentes rangos en mi gremio, y por lo que a mí respecta pertenezco al superior de todos ellos.
Yo lo sé todo, todo lo hago y en todas y cada una de las partes estoy.
Al fin, para alivio de la pobre Elain, amanece en la calle más allá de la ventana, arrancando un susurro de palabras inaudibles entre las mantas, que nada son, pues ni siquiera yo he conseguido oírlas.
Rápidamente se viste, se pone los zapatos y peina su sedoso cabello caoba una y otra vez ante el espejo; corre escaleras abajo hacia la cocina. Al rebasar los límites de la mullida moqueta del pasillo sus pies se posan en las frías baldosas de la cocina, sintiendo un profundo escalofrío que la recorre. “Juraría haberme puesto los zapatos”- piensa Elain. Sí, yo también lo juraría.
Desde hace ya bastante tiempo, quizás un mes o dos, han estado ocurriendo cosas inexplicables, una continúa sensación de ser observada, personas que la siguen una y otra vez entre las calles, rostros parecidos, casi iguales, una mañana tras otra. Al principio creía estar volviéndose loca, pero ahora sabe que no es la única, que sea lo que sea lo que está ocurriendo en el mundo, no se encuentra sola.
Comenzó a buscar en los cajones a tientas, mientras miraba en la nevera varios post-its que pendían de ella. Yo que tú tendría cuidado Elain, podrías cortarte con un cuchilllo si buscas así a tientas.
Y cuando al fin encontró lo que buscaba, sacó la mano, sosteniendo un espray de pimienta que se guardó en el bolsillo de la chaqueta. En uno de aquellos post-its se leía: Mark y Sarah
- ¿Diga?-
Era Sarah; su inconfundible tono de voz, de aguda dulzura, de aquellas mujeres que a pesar del paso de los años siguen hablando como niñas.
Mantuvieron una conversación que ahora no viene al caso. Elain deseaba fervientemente encontrarse con ambos, intercambiar los sucesos de aquella noche y buscar una solución a sus temores.
Entonces llamaron a la puerta. Si hubiese colgado el teléfono justo en aquel instante y hubiese abierto la puerta, habría descubierto al cartero con un paquete certificado para la señorita Elain McCormac, o Dudley, u O’hara, cualquiera de ellos es válido. Habría firmado con la mano derecha, o quizás con la izquierda, y el cartero tras una leve sonrisa se habría marchado a seguir puerta por puerta su reparto matutino.
Pero no hay nada tras la puerta hasta que yo diga lo contrario. Nada es nada hasta ser mi palabra.
¿Qué pensarías lector, se en lugar de ese cartero calvo de cada mañana, sonrisa leve y pantalones cortos, hubiese aparecido un cabrero, allí en medio de las montañas, y no en una calle de Londres, o qué si hubiese sido el padre de Elain, muerto hacía diez, doce, veinte años; o qué si hubiese sido el mismísimo primer ministro, la propia Elain o, por qué no, tú y yo? ¿Habrías sido capaz entonces de desvelar nuestro secreto, de acabar con el miedo de Elain que yo mismo le he insuflado? No, sin duda. Tú estás mudo lector, calla y escucha, observa impotente el suceder de los actos, pero por favor, no te vayas, sabes que no somos nada sin tu presencia.
Ya ha colgado Elain ese simple telefóno color blanco, y ya ha abierto la puerta descubriendo la insistente mirada de su ex-marido. Sí, al parecer Elain estuvo casada un par de años, y por causas que ellos no conocen como yo no quiero que conozcan, decidieron seguir diferentes sendas en la vida. Él sin embargo, es el jefe de Elain en el periódico en el que trabaja, el Daily Weekly si no me equivoco.
El corazón de Elain aporreaba sus costillas ante tan inesperada visita. Hacía meses que no hablaba con él cara a cara; quizás algún e-mail puramente informativo, nada más.
Él no tendría nombre ni rostro, ni siquiera libertad, aunque a estas alturas eso era algo obvio.
Estaba jadeando, como si hubiese venido corriendo las cinco manzanas que separaban su casa de la de Elain. Al verla allí de nuevo, frente a frente, no pudo evitar pensar en lo guapa que estaba, y en lo mucho que aún la seguía queriendo.
- Elain, siento las formas, pero necesito hablar contigo, algo está ocurriendo.
Parece que voy a tener que tomar cartas en el asunto; un tipo que ni siquiera tiene nombre y sospecha de algo. Ya nadie se cree nada sin pensar antes dos veces.
Elain se hallaba en estado de shock, ni siquiera era capaz de invitar a su ex-marido a que pasara a la intimidad del salón, donde pudiesen hablar sin ser escuchados. Ja, ja, ja, ja. Perdona lector que me ría. Comprenderás cómo de cómica resulta la situación, al menos para nosotros; no querría ponerme ni un momento en la piel de ambos.
- Será mejor que vayamos a un sitio seguro Elain- dijo él.
Entonces ella recordó su cita con Mark y Sarah.
- He quedado en verme con alguien que quizás tenga respuestas. Deberías venir.
- Bien- dijo él- ¿estás lista para marcharte?
- Espera a que me ponga los…
Anonadada contempló cómo sus pies ya estaban calzados, con los zapatos que se había puesto aquella misma mañana. Pobre Elain, qué poca memoria.
Los ingleses son por costumbre madrugadores, y estaban ya las calles abarrotadas, llenas en aquella mañana de domingo de jóvenes que escuchaban música abstraídos de la realidad, hombres y mujeres que caminaban rápidamente en busca de la solución a un profundo enigma, y ancianos que daban de comer a las palomas incapaces de hacer nada mejor.
No tardaron en llegar a un solitario parque en el que los esperaban Mark y Sarah. Al encontrarse los cuatro, se dieron la mano, y Elain les presentó a su jefe.
Una mirada de intenso deseo se despertó en los ojos de Mark cuando contempló a Elain. Los sentimientos aquí no valen nada. Mark se ha enamorado de Elain en sólo un segundo, así como puede pasarle a Sarah, que confusa observa con excesivo cariño a Elain. ¿Cómo pueden acaso hablar de amor, de amistad, odio, miedo, duda…? Esos no son sus sentimientos; eso es lo que yo quiero que sientan. Sólo es mi sentimiento extendido a los suyos, mi susurro el que pone en su boca mis palabras y mi mirada la que pone en su mente lo que pienso, nada más. Ellos no son libres, ni siquiera son. ¿Podrán acaso decir: “Yo soy el que soy”? Sabrás lector, como yo sé, que no pueden. El hecho de carecer de libertad los excluye del hecho de existir. Ellos son yo, como yo los soy a ellos. Si son incapaces de decidir y definirse, de reivindicar su posición en el mundo, no son más que una realización de mis deseos.
Siento aturullarte con estas digresiones filosóficas lector, es sólo que me siento profundamente solo, y que a veces este ocio o trabajo termina por aburrirme.
Como decía, comenzaron a intercambiar sus diferentes experiencias. Mark había visto cómo un hombre pelirrojo le seguía hasta su casa, y permanecía tras la puerta unas cinco horas, hasta que cansado quizás, se marchó siguiendo nadie sabe qué camino.
Sarah había notado cómo en su trabajo sus compañeros cambiaban de un día para otro; “¿Dónde está Sophie?”- preguntaba- “¿quién?”- le respondían. Así una y otra vez.
Elain les contó cómo día tras día la gente parecía ser siempre la misma, cómo podía jurar haber visto a esa persona en otra parte, sin conseguir saber dónde.
Su ex-marido sin embargo aseguraba tener la sensación de que lo que a veces decía no era lo que quería decir, que sentía cosas diferentes en un momento y en el siguiente.
Un segundo tras otro las dudas aumentaban y no había respuestas a las que aferrarse, ni siquiera vanas conjeturas.
Mark pensé, quiero decir pensó que lo mejor sería que viesen el video del hombre pelirrojo. No lo había dicho antes (pues antes no lo sabía), pero había grabado dos de las cinco horas de la larga espera delante de la puerta de aquel pelirrojo.
Su casa estaba cerca, por lo que pidió que le esperasen allí en el parque, mientras él recogía la grabación.
De camino a su casa todo le parecía irreal, tenía la sensación de que alguien le seguía, de que alguien había aparecido con la llegada de Elain y que ahora había abandonado el parque para observar cada uno de sus pasos.
A varios metros de allí un conductor temerario estaba a punto de pasar un semáforo en rojo a una velocidad de vértigo. Mark, ensimismado en sus pensamientos giraba la esquina para cruzar la calle. Si el tiempo se hubiese detenido casi podría haberse olido la muerte con sus dedos de blanco mármol. Pero el coche se detuvo ante el semáforo y Mark cruzó la calle.
El conductor estaba perplejo por la inesperada frenada del coche. No tenía ni idea de cómo había frenado.
Mark estaba impaciente, abrió la puerta y subió las escaleras.
Sabía que su portátil estaba en la mesa del estudio, pero al llegar, no pudo encontrarlo.
“Quizás Sarah lo haya guardado en otra parte”-pensó mientras vaciaba uno a uno los cajones.
Pero jamás lo encontraría. El portátil no estaba allí, ni ahí, ni ahí tampoco. Ya no había portátil alguno por más que lo hubiese habido o por más que Mark lo recordase.
Cerré de golpe la puerta y Mark dio un salto. Miró a todas partes incapaz de ver nada. Cerré la ventana y eché el pestillo.
Mark corrió de un lado a otro intentando abrir ambas, pero no quise que las abriera.
Todo acabaría allí lector; rompería los cristales de la ventana de la planta de abajo, removería muebles y estanterías y pondría huellas en todas partes, las de un tal Greg Müller, alemán, veintiséis años, con antecedentes penales. El pobre Mark aparecería horas después asesinado víctima de un simple atraco, nada más. Pero sin embargo, antes decidí que Mark lo sabría todo, y que en un instante conocería nuestro secreto.
Y entonces Mark lo supo, una oleada de conocimiento le recorrió de una a otra parte, y como un rayo de fuego le abrasó las entrañas, muriendo de pánico a cada instante.
Elain, su ex-marido y Sarah jamás sabrían lo sucedido.
Tendrían otra vida, serían otros, no serían.
Ves lector, que al final nada ha pasado, y que lo que pareció ser una trama no fue más que un simple atraco y tres nuevas historias.
Aún así lector, algo me preocupa. Quiero que me escuches ahora más atento que nunca. Y es que a veces creo tener la sensación de no ser yo quien escribe, de sentirme observado a lo lejos y de quizás no sentir aquello que en realidad quisiera sentir.
Lector, tengo miedo de que sea tarde para……………………
(Por Juan Manuel Díaz Ayuga)