viernes, 19 de agosto de 2011

Un hombre diminuto cabe en una gota de sangre

Aquella era la última de las bolsas de sangre que tenía que analizar aquel día. La sentí cálida entre mis dedos, así que jugueteé un poco con el espeso tacto del plástico hinchado. La sangre correteaba muy lentamente en aquella pequeña almohada transparente.
“Vamos allá” pensé, y extraje una única gota de sangre que podría caber en la abertura que un alfiler abre en la yema de un dedo.
La encerré cuidadosamente entre dos láminas de cristal y la gota comenzó a hacerse más grande, más redonda y más roja.
Ajusté mis ojos al visor del microscopio y comencé la búsqueda de cuerpos extraños. Nada, estaba limpia, dos glóbulos rojos giraban sobre sí mismos a ritmos diferentes, y a la vista los noté blandos y voraces. En uno de aquellos giros algo quedó al descubierto: un hombre muy diminuto flotaba sin sentido entre los enormes glóbulos rojos.
Volví a ajustar el visor. Allí estaba, vestido como iría vestido un hombre diminuto en una gota de sangre entre dos glóbulos rojos que bailan sin cesar. Me separé del microscopio al instante y me llevé una mano al pecho.
Había un hombre diminuto en una gota de sangre.
Revisé todo tipo de historias en mi cabeza, de imposibles y religiones en las que no creía; pero cuando mis pupilas se perdieron en el rojo pegajoso de la sangre, el hombre había despertado, y braceaba como loco por un poco de oxígeno. Se estaba ahogando en sangre y yo no sabía qué hacer para salvarle, así que observé, con los párpados besando la boquilla del visor, cómo el hombre más diminuto del mundo moría por no respirar nada más que una sangre casi sólida. Pensé que las fuerzas deberían fallarle de un momento a otro, y que era inevitable que se perdiese en aquel mar de sangre. El hombre aún persistía en su lucha sin sentido cuando uno de los glóbulos gigantes se acercó a él lentamente y lo devoró de un único bocado.
Solté bruscamente el microscopio y comencé a boquear en busca de aire. Todo lo que pude conseguir fue un intenso aroma a hierro; sin duda podía notar la sangre flotando en el aire, diluida en mis pulmones, inundando mi gusto, mi olfato y una mezcla de ambos.
Siguiendo aquel rastro de sangre en el aire me giré por completo.
El hombre diminuto se hallaba a pocos centímetros de mí, embadurnado por completo en sangre, en aquella sangre pestilente que me estaba ya calando los huesos.
No me dio ni siquiera la oportunidad de explicarme; me agarró fuertemente la muñeca y en un movimiento que no pude percibir, comenzó a inyectar uno de mis dedos en una de las venas de su antebrazo.
Cuando ya no vi mi mano, mi codo, mi hombro… nada, todo empezó a volverse espeso y me sentí plastificado en densa gelatina roja.
Segundos antes de ahogarme en su sangre, supe que un hombre diminuto puede caber en una gota de sangre.



Juan Manuel Díaz Ayuga

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